1.- Encuentros y Desencuentros
Y ocurre, amigos míos, que la vida es un constante desencuentro. Es más, el encuentro es más propiamente un invento de la modernidad a fin de dar cierta coherencia a las múltiples teorías que hablan de la derrota humana en la búsqueda de un “algo” que no aparece, a ser una cuestión natural y para esto último basta mirar a cualquier mamífero pulguiento y darse cuenta que nada buscan y que en la madre natura nadie busca algo. Por ejemplo, siempre está el adulto con cara de director de colegio que a uno, más menos a la edad de quince años, le pregunta: “y tú ¿qué esperas de la vida?”. ¿Y qué puede esperar uno si va a morir, irremediablemente?. La muerte, la certeza consciente de la muerte, resulta incompatible con cualquier espera. Dios – que existe, pues yo lo vi. Es un calvo supervisor de uno de los locales del Lomitón, específicamente el que se encuentra ubicado en la intersección de Moneda con Bandera, segundo piso – digo Dios, no fabricó a la humanidad otorgando destinos y encuentros particulares, porque Él mismo, al ser todopoderoso, único y atemporal, no busca nada porque encontró todo. Entonces, es una lata esto de ser Dios. Es una lástima esto de ser humano. Mejor ser el mamífero pulguiento que espera nada y que no piensa esperar nada, pues vive de pasto, pasto y uno que otro gusanito o tapita de cerveza.
2.- Desencuentros y Encuentros
Pero uno es porfiado, ya que siempre, en algún recipiente de lo que podríamos llamar alma o pene, uno busca. Y va caminando, por San Pablo por ejemplo, en medio de ofertones de pescado frito o porta celulares, apestado de desencuentros, vomitando búsquedas tiradas al basurero del remordimiento y de lo puramente porfiado encuentra, por ejemplo, a dos viejas mendigos cantando en tercera. ¡Dos viejas mendigos cantando en tercera! Por años, en dictadura, soportamos a los lanas interpretando los himnos de las Grandes Soluciones al unísono, nunca, pero nunca en tercera, en nebulosas peñas de baja estofa, sumado esto al temor de que llegaran los pacos y nos golpearan, nos detuvieran o nos mataran. Y de repente, caminando por San Pablo, en el lugar que es quizá el más piñufla de la metrópolis apec, dos viejas cantan en tercera, de manera casi perfecta, hilando acordes en medio de los ofertones, bajo los bocinazos de los colectivos, en la casa del ruido que es Santiago.
3.- Encuentros.
Uno debería hablar como escribe. Esto no es posible, ya lo sé: la lengua –seca por alcohol; suelta, por maldad, sedienta- se enreda y en el enredo tira de todo. Tira incluso lo que uno no piensa. El que te escucha dice “pero si tú lo dijiste”. Uno responde: “pero lo dije sin pensar”, y no te creen, y te tratan de tramposo. De ahí que hablar, a veces, constituye un desafío mayor: es como un programa de radio o televisión grabado en vivo. Escribir lo que uno piensa es más simple: uno pasa y repasa las palabras, las talla, las lima, las pule. Por eso, muchas veces, el resultado de un pensamiento escrito es un tanto ortopédico, olor a plástico. El hablar tiene siempre, o casi siempre, ese sabor a tierra, a calle, a transpiración. Hay que cuidarse al hablar y no andar como esos loritos empingorotados que dicen de todo, que les caen las palabras por millares incluso desde los oídos, desde las axilas, y si tú te dieras el trabajo de transcribir en una hoja cada cosa que han dicho, te darías cuenta que son minutos absurdos, segundos perdidos para la humanidad entera, para la historia. Me pregunto: ¿hablan porque sí o hablan porque piensan de esa manera?. En el primer caso son simples loros –loritos, digamos-; en el segundo, valga decir: qué injusto es Dios en la repartición de cerebros humanos.
4.- Desencuentros.
Una vez, jugando, le lancé a una mujer su sandalia lejos. Ella hizo lo mismo conmigo, pero se fue al chancho: tiró mi chala plástica a la conchadesumadre, como si fuera la jabalina de un lanzador olímpico. Me enojé, de weón, y me fui en la micro de vuelta con una sola chala, la de la pata ñurda, que no es mi fuerte. Ella guardó mi sandalia como si se tratara de las sandalias de Jesús o un tesoro de guerra (el teléfono de Hitler, que Huidobro decía tener, por ejemplo), y me la entregó una década después diciéndome que aún no entendía por qué me había enojado tanto. Yo no contesté y seguí tomándome el shop que bebíamos, casi en silencio, pensando en que hay encuentros que no se deben producir, que el pasado se debe quemar como pito de volados con angustia. De todas maneras guardé mi chalita en la mochila, como quien oculta un calzoncillo raído que es exhibido por torpeza ante un público casual.
5.- Una mujer atrás de un vidrio empañado.
Por eso me da vuelta lo voluble, lo insoluble y lo per se, en su extraña unión verbal y vivencial. Cuenta Heiddegger que en una fiesta realizada en la casona de campo de un funcionario municipal, se encontró en el patio, sentado en el suelo y con una copa de vino, con José Ortega y Gasset. Ortega estaba deprimido y esa depresión, lo decía con vergüenza, atrajo al filósofo alemán. El bajón de Ortega, además del copete, se debía a la contradicción de las lenguas maternas en la inserción y entendimiento de la crisis de occidente. Bebieron, hablaron, y de dicha conversación nació posteriormente un libro de Heiddegger: “Encuentro con Ortega”. Agrego que en México se editó un extraño disco en que se registra un carrete, también de curados, entre Carlos Fuentes, García Márquez y Cortázar interpretando, con gran entusiasmo, pero con la entonación que da el exceso de alcohol, boleros, tangos y mexicanas. Lo voluble, como la vida. Lo insoluble, como la muerte y lo per se, bueno, como Dios, por decir algo. Ya lo decía Luca Prodán: “no hay que meterse en weás, dejemos tranquila a la minita que está tras el vidrio empañado”.
Francisco Carrasco. Diciembre de 2004.
Hace más calor que la chucha, por siaca.
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