viernes, 20 de mayo de 2011

LUCHA DE CLASES 1 (poema)



Cristo de los pobres
que le das salud, dinero, viajes y caviares
a los ricos

Cristo de los miserables
que apaleas a los harapientos con enfermedades incurables
deudas siderales, trabajos forzados y embargos

Cristo que cenaste con los ricos
y derribaste las estampitas y artesanías
de esforzados comerciantes que deseaban ser
menos explotados que sus padres

Cristo mío: Da vuelta la tortilla
y haz que los ricos coman mierda mierda, piedras, tierra y gusanos
pan con aceite, chicharrones, bistecs de caballo
Que limpien sus culos rosados con diarios mugrientos
Que coloquen cartones en agujereados zapatos de plástico

Cristo de nosotros: que los pobres coman pan, carne de wagyu, vino en botella
Exploten a sus empleados
Usen autos deportivos
Adquieran helicópteros y cuenten con helipuertos
en espaciosos jardines sureños

Cristo del pueblo: danos algún día la vida de los ricos
así como nosotros hemos soportado por cinco mil años esta vida perra
y líbranos de la humildad, por los siglos de los siglos

LOS SUICIDAS ARTÍSTICOS Y EL VIEJITO CANALES (artículo)

Una de las cosas más intensamente aburridas de las múltiples actividades aburridas de la humanidad, deben ser los suicidios de los artistas que quieren morir artísticamente. El ego de estos seudo activistas de la cultura, tan exageradamente solemne como absurdo, tiende a la creación de rituales mortuorios tales como, en el acto de quitarse la vida, montar una instalación, construir una performance, todo para darle a sus muertes algo de oxígeno, quizá un comentario en una revista alternativa o el sueño póstumo de dejar un camino o legado para cinco espinilludos estudiantes de arte o literatura. Compran velas, vestimentas blancas, programan la ejecución final para el día de su cumpleaños, dejan escritas cartas sesudas para editores o amigos, graban discos con sus voces en altoparlante. Toda una pantomima para morir de manera imborrable. El yo irracional preparando el acto del que tendrá memoria toda la humanidad.
Pero, peor que asistir a los rituales de sus muertes o velatorios, resulta escuchar a estos magazinescos suicidas disertando acerca de sus decisiones inmolatorias. “La vida dejó de tener sentido para mí”, dicen en medio de una cerveza. “Soy un cadáver viviente”, exhalan detrás de la humareda del tabaco. Y uno tiene que escuchar dos, tres horas, esa diatriba existencial, monótona y cliché. “He escrito cartas para explicar los motivos de mi acto”, exclaman en la despedida, como quien está diciendo que inventó la ampolleta.
          Y he aquí la paradoja: todos los pasos previos a sus suicidios, los hacen con una consideración extrema hacia qué vamos a decir los que asistamos a su entierro; se obsesionan en cuánto deslumbramiento instalará esa autodestrucción poética. Ellos se matan para quedarse y montan su espectáculo para impresionar al reino de los vivos. No piensan en su muerte, sino en su biografía.
           Sin embargo, hay otros suicidas detrás de este escenario. Por ejemplo, el viejito Canales, viudo triste, despreciado por sus hijos, que un día, sin show, decide meterse a un canal mugriento para morir. En los días previos a la inmersión, borra su huella existencial, es decir, quema todas las fotos que hablaban de alguna historia familiar.  Deja sus grises ropas en un basurero lejos de casa, a fin de que las recojan los mendigos. Quema las pocas cartas que guardó, así como también todo documento que haga referencia a él, a sus años. Del viejito Canales no quedará rastro, sino silencio. Nadie hablará. Sólo aparecerá, quizá, una pequeña nota, perdida en el costado más perdido de la crónica roja, telegrafiando que: “Lugareños encuentran cadáver de anciano en canal La Punta. No se descarta suicidio. Peritos trabajan en su identificación”.
           La muerte debería ser celosamente privada y en blanco y negro. Este topless cultural de los suicidas artísticos sabe a sobreactuación, a maqueta u ortopedia.  El viejito Canales no hizo bostezar a sus amigos ni dijo con voz de cita bíblica: “la vida no tiene sentido”. El viejito Canales fue identificado a los veinte días de su hallazgo en aguas rancias y hoy, a dos años de su muerte, aún nadie reclama su cuerpo que se enmohece en la morgue. Los suicidas artísticos, desangrados en seda blanca, descubiertos en onerosos departamentos que huelen a inciensos asiáticos, son visitados en sus mausoleos por cinco espinilludos, y viven la patética gloria de haberse sumergido en el ego autodestructivo del que fueron corderos. ¿Quién se suicidó mejor? Zeus tiene la palabra.

jueves, 19 de mayo de 2011

Yo no quiero encontrar nada; Yo todos los días salgo a buscar algo (crónica)


a Víctor Jara.

1.- Encuentros y Desencuentros

Y ocurre, amigos míos, que la vida es un constante desencuentro. Es más, el encuentro es más propiamente un invento de la modernidad a fin de dar cierta coherencia a las múltiples teorías que hablan de la derrota humana en la búsqueda de un “algo” que no aparece, a ser una cuestión natural y para esto último basta mirar a cualquier mamífero pulguiento y darse cuenta que nada buscan y que en la madre natura nadie busca algo. Por ejemplo, siempre está el adulto con cara de director de colegio que a uno, más menos a la edad de quince años, le pregunta: “y tú ¿qué esperas de la vida?”. ¿Y qué puede esperar uno si va a morir, irremediablemente?. La muerte, la certeza consciente de la muerte, resulta incompatible con cualquier espera. Dios – que existe, pues yo lo vi. Es un calvo supervisor de uno de los locales del Lomitón, específicamente el que se encuentra ubicado en la intersección de Moneda con Bandera, segundo piso – digo Dios, no fabricó a la humanidad otorgando destinos y encuentros particulares, porque Él mismo, al ser todopoderoso, único y atemporal, no busca nada porque encontró todo. Entonces, es una lata esto de ser Dios. Es una lástima esto de ser humano. Mejor ser el mamífero pulguiento que espera nada y que no piensa esperar nada, pues vive de pasto, pasto y uno que otro gusanito o tapita de cerveza.

2.- Desencuentros y Encuentros

Pero uno es porfiado, ya que siempre, en algún recipiente de lo que podríamos llamar alma o pene, uno busca. Y va caminando, por San Pablo por ejemplo, en medio de ofertones de pescado frito o porta celulares, apestado de desencuentros, vomitando búsquedas tiradas al basurero del remordimiento y de lo puramente porfiado encuentra, por ejemplo, a dos viejas mendigos cantando en tercera. ¡Dos viejas mendigos cantando en tercera! Por años, en dictadura, soportamos a los lanas interpretando los himnos de las Grandes Soluciones al unísono, nunca, pero nunca en tercera, en nebulosas peñas de baja estofa, sumado esto al temor de que llegaran los pacos y nos golpearan, nos detuvieran o nos mataran. Y de repente, caminando por San Pablo, en el lugar que es quizá el más piñufla de la metrópolis apec, dos viejas cantan en tercera, de manera casi perfecta, hilando acordes en medio de los ofertones, bajo los bocinazos de los colectivos, en la casa del ruido que es Santiago.

3.- Encuentros.

Uno debería hablar como escribe. Esto no es posible, ya lo sé: la lengua –seca por alcohol; suelta, por maldad, sedienta- se enreda y en el enredo tira de todo. Tira incluso lo que uno no piensa. El que te escucha dice “pero si tú lo dijiste”. Uno responde: “pero lo dije sin pensar”, y no te creen, y te tratan de tramposo. De ahí que hablar, a veces, constituye un desafío mayor: es como un programa de radio o televisión grabado en vivo. Escribir lo que uno piensa es más simple: uno pasa y repasa las palabras, las talla, las lima, las pule. Por eso, muchas veces, el resultado de un pensamiento escrito es un tanto ortopédico, olor a plástico. El hablar tiene siempre, o casi siempre, ese sabor a tierra, a calle, a transpiración. Hay que cuidarse al hablar y no andar como esos loritos empingorotados que dicen de todo, que les caen las palabras por millares incluso desde los oídos, desde las axilas, y si tú te dieras el trabajo de transcribir en una hoja cada cosa que han dicho, te darías cuenta que son minutos absurdos, segundos perdidos para la humanidad entera, para la historia. Me pregunto: ¿hablan porque sí o hablan porque piensan de esa manera?. En el primer caso son simples loros –loritos, digamos-; en el segundo, valga decir: qué injusto es Dios en la repartición de cerebros humanos.

4.- Desencuentros.

Una vez, jugando, le lancé a una mujer su sandalia lejos. Ella hizo lo mismo conmigo, pero se fue al chancho: tiró mi chala plástica a la conchadesumadre, como si fuera la jabalina de un lanzador olímpico. Me enojé, de weón, y me fui en la micro de vuelta con una sola chala, la de la pata ñurda, que no es mi fuerte. Ella guardó mi sandalia como si se tratara de las sandalias de Jesús o un tesoro de guerra (el teléfono de Hitler, que Huidobro decía tener, por ejemplo), y me la entregó una década después diciéndome que aún no entendía por qué me había enojado tanto. Yo no contesté y seguí tomándome el shop que bebíamos, casi en silencio, pensando en que hay encuentros que no se deben producir, que el pasado se debe quemar como pito de volados con angustia. De todas maneras guardé mi chalita en la mochila, como quien oculta un calzoncillo raído que es exhibido por torpeza ante un público casual.

5.- Una mujer atrás de un vidrio empañado.

         Por eso me da vuelta lo voluble, lo insoluble y lo per se, en su extraña unión verbal y vivencial. Cuenta Heiddegger que en una fiesta realizada en la casona de campo de un funcionario municipal, se encontró en el patio, sentado en el suelo y con una copa de vino, con José Ortega y Gasset. Ortega estaba deprimido y esa depresión, lo decía con vergüenza, atrajo al filósofo alemán. El bajón de Ortega, además del copete, se debía a la contradicción de las lenguas maternas en la inserción y entendimiento de la crisis de occidente. Bebieron, hablaron, y de dicha conversación nació posteriormente un libro de Heiddegger: “Encuentro con Ortega”. Agrego que en México se editó un extraño disco en que se registra un carrete, también de curados, entre Carlos Fuentes, García Márquez y Cortázar interpretando, con gran entusiasmo, pero con la entonación que da el exceso de alcohol, boleros, tangos y mexicanas.  Lo voluble, como la vida. Lo insoluble, como la muerte y lo per se, bueno, como Dios, por decir algo. Ya lo decía Luca Prodán: “no hay que meterse en weás, dejemos tranquila a la minita que está tras el vidrio empañado”.





Francisco Carrasco. Diciembre de 2004.
Hace más calor que la chucha, por siaca.

LA PLAZA (poema)

En esta plaza te esperaré

Plaza sin árboles sin
niños corriendo sin
viejos tristes sin
atletas de fin de semana sin
pájaros
vendedores de volantines
fotógrafos con camellos
artesanos
heladeros

En esta plaza sin nada te esperaré
Todo el tiempo que sea necesario
te esperaré

(Una plaza que no tiene
más que esta piedra en la que te espero
Esta piedra tan parecida
a una lápida)

Y eso hago
y en esto todo transcurre:
en esperarte sobre una piedra que parece lápida
en una plaza que no tiene nada de nada

Y eso hago
y en eso todo transcurre:

DOS NOTICIAS QUE NO IMPACTARON AL MUNDO (crónica)

NERVIOSA INTRODUCCIÓN

         El diablo anda metiendo la cola y no nos damos ni cuenta. Este fin de semana aparecieron dos pequeñas notas periodísticas que me dejaron aterrado. De la primera tuve conocimiento en la casa de los padres de Paola; la otra la leí por la noche, en mi casa, recostado y tembloroso. La primera de ellas habla de un hecho que ocurrió en Chile, en la ciudad de Nueva Imperial; la otra nota habla de un hecho acaecido en Francia, en la localidad de La Verrière, al suroeste de la capital parisiense. Dan cuenta de circunstancias tremendamente distintas, pero al mismo tiempo sorprendentemente semejantes. Quizá no esté de más agregar que al término de la segunda noticia la sombra de un gato se escamoteó por la cortina de la ventana. En el contraluz parecía un gato/caballo. Alterado, me paré por instinto y fui hasta la pieza de cada uno de mis hijos. Los besé en la cabeza y me dije: el diablo anda metiendo la cola. Que Dios nos pille confesados.

PRIMERA NOTICIA


         A las afueras de Paris, en un sector de viviendas sociales, un hombre de origen africano se levanta durante la madrugada a darle el biberón a su hijo. Está desnudo. Su mujer viene saliendo desde la cocina. Lo ve y lo confunde con El Mandinga. Grita: “¡el diablo, el diablo!”. Toma un cuchillo y lo hiere en una mano. Como la familia vive hacinada y se trata de una casa de divisiones frágiles, se levantan nueve personas, familiares entre sí,  que estimuladas por la histeria de la mujer proceden a sacar al hombre forzosamente del departamento. Éste, desnudo y ensangrentado, comienza a golpear la puerta tratando de reingresar.
Lon once inmigrantes –entre ellos un niño y un cuatromesino-, aún creyendo que efectivamente se trata del colúo, huyen aterrados saltando por el balcón, lo que provocó fracturas a varios de ellos. El bebé de cuatro meses murió.
La investigación para esclarecer lo ocurrido se encuentra a cargo de la fiscal Odile Faivre, de la Fiscalía de Versalles. La Policía, que no ha encontrado drogas ni tampoco pistas de que se estuviera celebrando en la casa una sesión de espiritismo, ha detenido tanto al padre de familia como a otro hombre que estuvo escondido varias horas en unos arbustos, a unas casas de distancia.
Hasta allí la nota.

SEGUNDA NOTICIA
En la Provincia de Cautín, Región de la Araucanía, regresaba a su hogar el campesino Agustín Silva, después de un largo día de caza. Se le veía contento pues había atrapado una abundante y variada fauna, lo que le permitiría holgazanear, libar y fornicar, durante tres a cinco días. Dejó su escopeta apoyada en una pared, mientras se dirigía ganoso a guardar lo cazado en la nevera. Vuelve por el arma cuando ve, con terror, a su hijo de dos años tratando de manipularla. Velozmente intenta recuperar el peligroso objeto. El niño ofrece cierta resistencia. El arma se dispara impactando a su esposa, Erna Maniqueo, quien a los quince minutos muere desangrada. Ambos cónyuges tenían, al momento del hecho, treinta y ocho años de edad.
Hasta allí la nota.

ATERRADORAS SEMEJANZAS


         Yo estoy asustado. Ambas notas han tenido un tratamiento menor en la prensa mundial y nacional, siendo despreciadas como cita cómica en los prensa digital –el primer hecho- o en un minúsculo párrafo, en el caso ocurrido en Nueva Imperial.
          Sin embargo, estos hechos inconexos que ocurren en continentes distintos, guardan ciertas semejanzas. Ambos ocurren el día 24 de octubre de 2010. Ambos se desarrollan en sectores culturalmente discriminados: inmigrantes africanos, en el primero; mapuches, en el segundo. En ambos hay un núcleo familiar que se enreda en el desarrollo de los hitos desgraciados compuesto de padre, madre e hijo. En la historia gabacha al hombre lo confunden con el demonio; en la historia sureña, cabe citar un dicho nacional que dice: “las armas las carga el demonio”. Los sectores geográficos también están fuera de la capital, es decir, son sectores en donde no se toman decisiones importantes, sino que más bien recepcionan las órdenes metropolitanas. Ambos están al sur de sus países.
Pero hay algo más estremecedor: en ambas noticias intervienen protagónicamente niños. En el primer caso, un bebé de cuatro meses al que su padre iba a dar su leche y que por una confusa situación termina muriendo al ser lanzado por un balcón. En el segundo evento, aparece un niño de dos años que manipula una escopeta y que por ello da rienda a una exagerada reacción paterna en la que acaba muerta su madre araucana. Leídas ambas, es imposible no recordar el relato espeluznante de Ray Bradbury, que aparece en El País de Octubre, y que se titula “El pequeño asesino”. Se trata de una mujer –Alice- que se convence de que su pequeño hijo recién nacido quiere asesinarla. Todos la tildan de loca. También la encuentra perturbada David Leiber, su marido, quien hace todo lo posible por tranquilizarla e incluso la lleva hasta un psiquiatra. Finalmente, Alice muere. Su marido llega a la certeza de que su hijo es el asesino y lo bautiza como Lucifer. Al final del cuento, y al borde de la demencia, David se lanza a la cacería de su hijo demoníaco, con un escalpelo, en clara motivación parricida. Termina el relato.
        

IMAGINACIONES


         En la primera noticia, me imagino al africano/francés siendo despertado por el llanto diabólico y madrugador de su hijo de cuatro meses. Él, encañado, desnudo, solícito padre, acude hasta la cocina para preparar un biberón que le traiga el dulce sueño al niño. Pero el bebé es Satán. Sabe que su madre escuchó antes su llanto y ya está en la cocina. Entonces, a través de sus poderes del Mal, transforma el aspecto de su progenitor y le da a la piel un color rojizo, lo provee de cachos de cabra que nacen desde sus orejas. Le arquea y profundiza las cejas. Le instala cola de dragón. Así, ignorante de todo, se dirige el hombre con su nuevo aspecto, haciendo lo que todo hombre semidormido y desnudo hace: rascarse los testículos. Llega hasta la cocina y su mujer lo ve. Es el diablo en persona. El hombre la mira sonriente sin percatar nada. Entonces la mujer lo ataca o se defiende con un cuchillo. Se levantan los demás y ven a la mujer lidiando con Belcebú. Desesperados logran extraer de sus brazos de esclavos fuerzas extrahumanas y lo sacan de la casa. Están aterrados. El hombre, sin saber de su apariencia, está perplejo. Empieza a decir en un francés negroide: “¿pero qué pasa? ¡Déjenme entrar! ¡Se volvieron locos!”. Pero su voz, transmutada por el bebé luciferino, no se externaliza como una voz humana. Por el contrario, es un rugido de los infiernos el que tras la puerta. La gente se aterra y se lanza desesperada por el balcón. La guagua demoníaca muere, pero no importa. Siempre renace. Su Padre, el Príncipe de los Infiernos, lo espera escondido entre los arbustos.
         En la segunda noticia, me imagino a esa misma pequeña criatura del Mal, al mismo tiempo que la primera noticia (El Maligno puede estar en varios lugares a la vez), transportado en el espacio e instalado en el sur de Chile. Ha esperado a su putativo padre. Sonríe con la blancura de sus dos años, pues sabe que hoy habrá sangre. Ve llegar a ese hombre de treinta y ocho años que de tanto trabajo parece de cincuenta, con un sucio saco repleto de conejos, liebres, tórtolas y codornices. Ve el arma que es una escopeta monotiro heredada en cadena desde el bisabuelo. Espera a que la apoye. Sabe que siempre hace lo mismo: el padre deja el arma y luego sale de la escena para dejar el saco con animales muertos en la cocina, a fin de que Erna Maniqueo, la madre, prepare la salmuera en las que sumergirá los cuerpos a fin de limpiarlos y ablandar la carne. El niño maligno toma el arma y espera, pues su padre siempre dice: “las armas las carga el demonio”. El niño lanza mentalmente una carcajada por la frase y piensa: “sí, las armas las cargo yo”. El padre lo ve. Se abalanza para quitarle la escopeta. El pequeño Satán no se desprende del objeto sino que espera a que la salida de proyectil se encuentre en la dirección correcta, es decir, el cuerpo de la madre. Entonces entre su padre  y él, o uno u otro, o los dos al mismo tiempo (¿qué importa?) aprieta el gatillo y le da directo en el rostro a Erna. El arma cae al suelo. El hombre intenta reanimar a su mujer. El niño ríe. Esa maldita bestia del mal ríe. La mujer, después de quince minutos, muere.


FINAL

El diablo anda metiendo la cola y no nos damos ni cuenta. Transmutándose en niño o árbol puede asesinar a los desprotegidos. Que el Señor nos pille confesados.









Hoy murió el pulpo Paul.

miércoles, 18 de mayo de 2011

LAS PALABRAS (crónica)

1.      Poetas, narradores, solitarios paranoicos

Hay quienes en una palabra intentan resumir una vida. Son los poetas.
Otros intentan en unas cuantas palabras crear un mundo. Son los narradores.
Hay también aquellos que parlotean hasta las cinco de la mañana con un miedo terrible a tropezar con la mudez y caer en el silencio. Ese silencio que te enfrenta. Y no sólo el silencio, pues el silencio es el inicio del vacío, vacío que puede ser llenado por el interlocutor, el curadito que acompaña, que bombardea y contraataca a través de la pregunta más filosa y abismante: esa pregunta que no habla de fútbol ni de nalgas ni labores. Pregunta por ti. Por ti que has tenido tiempo para todo pero nunca para ti. Por ti que te duermes cansado y jamás te desvelas pensando en ti. Por ti que escapas de ti. Tú: ese barrial analfabeto, afásico, afónico, cuadripléjico, que sonríe. Y claro, para evitar esta embestida, ese enfrentamiento, nuestro personaje habla y habla. Ésos son los solitarios paranoicos.

2.      Palabras, pensamientos

Las palabras vienen a nosotros de manera forzosa a vestir el pensamiento, a establecer una frontera entre lo que no es posible pensar y explorar, y una zona inhabitable e infértil donde no es posible decir. Más acá está el mundo verbalizado sobre el cual construir y habitar un mundo humano; más allá, la selva y el fin del mar que lleva al país de los Basiliscos, el Cabeza de Chancho y el Cuco. Y claro, hay poetas que sufren en la fundada sospecha de que el lenguaje no alcanza. Que con unas 458.000 palabritas más la cosa habría andado mejor. Y también hay narradores que sufren en la constatación de que las palabras son infinitas. Que cómo vamos a parir un planeta si hay infinitas maneras de decirlo. Que todo país parece villa, y todo universo asemeja a una rutina de pueblo, a la hora de dar arquitectura al relato. Y están, por último, los madrugadores verborreicos que no se hacen problemas, y que con toda calma entremezclan en seiscientas palabras la delgada visión de mundo que se condensa y se arruga como un globo averiado, y qué.
Dice Galeano que decía Onetti que la única palabra importante es la palabra que supera al silencio. Pero eso no es cierto: uno dice, escucha y escribe tanta cosa que quizá casi todo lo dicho sea peor que el silencio. Basta pararse cinco minutos en un ventanal céntrico para constatar que todos hablan y hablan, y negocian, y se ordenan, y se acarician, en un enjambre de palabras que casi nunca llega a alguna parte. Quizá sean “las palabras que no se quedaron” y que “flotan eternas como prisioneras de un ventarrón”, vertidas en los hermosos versos que escuchábamos cuando cabros, tragando ese misterio de las voces que corren como un ganado desbocado, o como un mar arrasando una ciudad de piedra, para colocar una imagen actual. “¿ A dónde van?, ¿acaso se van?”, ¿vuelven?.
Y el pensamiento se encarcela. Las palabras son su instrumento a la vez que su contenido. El pensamiento intenta desbordarlo, pero no encuentra el cómo ni el dónde. Estamos detenidos en el enjambre de los verbos y divisamos esa ventanilla con protecciones que nos tienta a un mundo deslenguado.
Así como los huesos y la sangre, las uñas y la carne, las palabras vienen a incorporarse a nuestra bestialidad verbal corporeizada. Incluso algunos llegaron a postular que el hombre es el animal que tiene lenguaje, definiendo así tanto al género próximo como la diferencia específica, en el decir de los aristotélicos. Nosotros no creemos en nada de eso, pero no diremos por qué. No diremos nunca por qué. Nos da güergüencha.

3.      El amor como enfermedad del pensamiento y por tanto del lenguaje

El psicólogo clínico inglés Frank Tallis, de la clínica neurológica del King's College, es autor de un libro llamado “Love Sick” (Mal de Amor), que propone la tesis de que el amor es una forma de enfermedad mental incurable. Él dice: "como psicólogo clínico, tengo la impresión de encontrar en esta situación de mal de amor a muchos de mis pacientes. Se iban con diagnósticos oficiales de depresión o disturbios de ansiedad, en circunstancias que estaban enfrentados a un típico cuadro de mal de amor".
Ahora bien, si el amor es una enfermedad que se radica sólo en el pensamiento, puede ser superado a través de una reversión lingüística. En otras palabras, mutan las palabras que dan origen al problema y de paso la enfermedad se extingue. Pero si además el “mal de amor” abarca el funcionamiento físico, molecular, se precisa la intervención de un matasanos que, extirpando el órgano afectado, permita al paciente volver a andar en bicicleta, reír con sus amigotes y hasta mandarse un asado al vidrio, gritando “me siento sano”.
Mal de amor, o como se llame, lo importante es que más allá o más acá de las palabras hay alguien con una nube negra persiguiendo su mollera, que se vuelve odioso en el segundo trago y al que es imprescindible evitar y eliminar como amigo en facebook, para mantener una aparente compostura en una sociedad moderna, capitalista y laica.

4.      Tu palabra me da vida

Cantábamos. Con una vela encendida entre las manos, cantábamos. Con el alma, cantábamos. No sé de un momento en que cantáramos con tanta entrega a lo largo de los buenos y malos años posteriores. Cantábamos con nuestras pecas y nuestra pobreza heredada. “Tu Palabra me da vida, confío en ti Señor; Tu palabra es eterna, en ella esperaré”. Éramos tan chicos.
Y claro, cantábamos a la Palabra del Señor que es Dios mismo en su manifestación más primigenia y profunda. Palabra y Ser Superior se confunden hasta la fusión. Respetar la Palabra y sobre todo entenderla, entrega una Sabiduría que ningún libro de historietas chinas o electromecánica rusa nos podrá dar.
Nos gustaba esa Palabra rara y misteriosa, extraterrestre, tan radicalmente diferente a los gritos de la pichanga callejera o a la vieja llamando a tomar el té de la tarde. Esa Palabra –ahora lo reconocemos: ahora que la única diferencia que vemos entre nosotros y una cucaracha es la conciencia de esta podredumbre que acelera el final infeliz-, esa Palabra nos ensanchó el pecho y nos mutó en seres angelicales, onda Michael London en Highway to Heaven (Camino al Cielo). Mientras cantábamos nuestras miradas se juntaban y veíamos en cada uno de nuestros púberes cuerpos la transparencia como si estuviéramos ante un proyector de rayos “X”.  Parecíamos fantasmas.
Pero el tiempo todo lo colorido lo vuelve gris, y todo lo blando se vuelve piedra: la Palabra pasó a ser un montón de palabras; La Voz del Señor, un discurso cultural creado a través de décadas y, muchas veces, un discurso manejado por los poderosos para mantener a raya a los menesterosos. La magia cedió ante la realpolitik. Dios cayó en la colección de cuentos extraños. La vida fue la vid; el sol, alcohol; la nada, vicio.
Hoy no hay Palabra que dé vida. La poesía aburre en su construcción que, además de la matriz reestrenada, habita en un conglomerado de vocablos que día a día terminan por repetir el mismo ungüento. Y qué decir de la narrativa si ya todo está escrito, salvo esa historia que no puede ser contada, pues transgrede la Frontera del entendimiento y llega al miasma del territorio vacío, en el decir de un viejo poeta que se volvió loco y que en su locura repetía que las palabras lo perseguían para matarlo, y que un día amaneció ahorcado sin cuerda visible, hecho que hasta ahora nadie ha explicado, salvo una vieja sapa y mal alimentada que gritó: “¡Fueron las palabras. Yo vi como le apretaban el cogote!”, pero nadie la escuchó.
Quizá sólo quede como premio de desconsuelo esa bostezada trasnochada, escuchando en un tugurio a un lenguaraz paisano que vomita deportes, tetas y atropellos, y que al primer sosiego de su habilidosa lengua entrega la imperdible oportunidad de lanzarle como una cachetada de payaso la homicida pregunta: “¿y cómo estás tú?”, con el puro ánimo de cagarle la psique al culiao.





¿Sabían que renunció el ex presidente de Costa de Marfil?. En Santiago, todavía hay mucho calor.

martes, 17 de mayo de 2011

ESTAR BORRACHO ES LO PEOR DE LA VIDA (poema)

Despertar en el asiento trasero de un bus

En realidad, ser despertado por el conductor

Es muy temprano, pero no se está
viajando a ninguna parte: se intenta llegar
a la cama conocida

Descender en un lugar que parece
habitado por arañas gigantes
y basiliscos

Mear en una pared
sin reparar que se trata del frontis
de una comisaría

Ya en el calabozo
recordar con un aguijón en la sien
haber salido de manera escandalosa
desde el velatorio de un amigo de la universidad
asesinado por los milicos

Llorar


PALOMA MENSAJERA (poema)

Una paloma mensajera hasta tu ventana
Una paloma plomiza y callejera
Una paloma de plaza del pueblo, proletaria
Una paloma hambrienta o una
paloma mal alimentada

Una paloma con un pequeño saludo
adiestrada en los recovecos del aburrimiento
y la esquelética soledad

Una paloma pobre como yo

Llevando un mensaje tan pobre como sus alas

Una paloma llegando a su destino: tu ventana

De pronto un escobazo en su cabeza
Un único y preciso escobazo en su cabeza
salido desde tu musculoso y pélvico brazo

Una paloma muerta, pobre, latinoamericana,
con un mensaje sin abrir
lanzada al tarro de la basura

Una paloma tan muerta como yo
Sepultada en el mismo tarro de basura
en el que se ha convertido mi cama y mi cenicero
Con el mismo inútil mensaje
amarrado a su cuello y
que nadie leerá

MALDITO CORLEONE (cuento)

para Leo Fernández.

Después de muchos meses sin vernos, con el Lechuga nos reencontramos en el entierro de mi padre en el Parque de los Almendros. Nos abrazamos. Lloré en el abrazo. Él sabía cuánto adoraba al tatita. Me dijo: “tranquilo, socio”. El Lechuga había tratado con mi viejo y también –al igual que gran parte de los que asistían al funeral- había sido víctima de su humor hiriente. Recuerdo que mi padre, a los quince minutos de conocerlo, lo llamaba “Coliflor”, por el puro placer de hincharlo. El día de las exequias del viejo, en algún espacio quedado entre las condolencias que yo recibía sin ánimo, acordamos esta etílica reunión. Dijimos “en diez días, donde siempre”.
Nos juntamos. A la hora de chupar, “El Lagar de don Quijote” nos atraía con su estética añeja tanto en las comidas –por ejemplo, había conejo escabechado, plato en extinción en el centro de Santiago- como en el mobiliario de mitad de siglo –los tallados felinos en las patas de las mesas, el encielado alto, las lámparas gigantes-, sin dejar de mencionar la música cincuentera plagada de guitarras plañideras y letras evocando amores caídos en desgracia que salía de unos parlantes que parecían ataúdes colgantes por sus dimensiones y su color fúnebre. Esta vez, de una veintena de mesas, sólo quedaban seis desocupadas. El lugar parecía un club de la tercera edad: los parroquianos promediaban las seis décadas. Éramos los más jóvenes. Nos atendía una mujer pequeña y cuarentona que arrastraba sin cuidado la “ch”. El alcohol en nuestros cerebros había logrado recuperar y capturar de ella una belleza perdida por la mala paga y el marido golpeador, quizá. Comentábamos el descubrimiento de sus senos grandes con creciente morbo. Llevábamos consumidas una jarra de pipeño con chicha y dos empanadas de pino caldúas.
Sin lugar a dudas, la noche seguiría un trayecto similar al que habían tenido tantas jornadas del pasado: nos emborracharíamos, lloraríamos abrazados, nos cagaríamos de la risa. Luego nos iríamos cada uno para su casa a no ser que el Lechuga decidiera aceptar mi insistente invitación a quedarse en mi departamento y dormir en la cama de mi hijo mayor que esa noche pernoctaría en casa de su abuela, pues en un canal de televisión por cable, por la mañana siguiente, darían un especial de los Power Rangers que él por ningún motivo podía perderse. Yo no tenía ni tengo contratada televisión por cable. Le decía: “La Paola te quiere ver y nos espera con una sopa que mata la curadera; después podemos seguir la juerga con un pipeño que le pega veinte patadas en la raja al que dan en este boliche. El Bruno –que es el nombre de mi segundo hijo- a esta hora duerme en su cuna y no lo despierta ni una bomba atómica. Vamos, güeón”.  Él no respondía.
         “Qué se van a servirse mis chiquillos”, nos dijo la ahora apetecida mesera. Sonrientes y parlanchines pedimos la segunda jarra de pipeño con chicha y las correspondientes empanadas caldúas. Ya estábamos ebrios, pero en la parte inicial de la jornada, es decir, la etapa en donde cada uno quiere lanzar un torrente de palabras y los diálogos aún no se han despojado de dirección. Ya habíamos llorado aunque poco (yo, apenas mencionaba a mi padre muerto, comenzaba automáticamente a lagrimear). Ya habíamos coreado con los vasos en alto alguna canción salida por los prehistóricos y enlutados parlantes.
Entonces fue cuando por la puerta de cantina del far west aparecieron –esa es la palabra: aparecieron- tres ciegos agarrados uno del otro, en fila india, como si fueran por el camino angosto de una montaña. El primero de ellos, bajo y gordo, tenía una actitud soberbia. Era como si quisiera dejar en claro que había llegado el mejor ciego entre todos los ciegos del mundo. Llevaba un bastón de metal que arrastraba para conducirse y una guitarra que cualquiera creería había rescatado de una guerra o un basurero. La guitarra exhibía en su cintura, amarrados sin ninguna experticia, dos alambres que servían de piso a una armónica quizá recién comprada o pulida considerando el brillo intenso que daba su cuerpo de latón –era lo único que brillaba en el ciego-. Sus dos acompañantes, un hombre y una mujer, eran mayores que el ciego que llevaba la guitarra. Sin bastón, sólo atinaban a agarrarse de su líder como niños de jardín infantil en paseo a la plaza. De ellos sólo es posible destacar la tristeza que desprendían sus cuerpos, el cansancio esencial de sus manos sucias y el notable mal sueño.
         Los ciegos se sentaron en una mesa en diagonal a la nuestra. Eran extremadamente pobres: lo decían sus escasos dientes, sus ropas grises, sus olores –el olor de esa pobreza que habla de pernoctar sobre cartones, de comer en un tarro cuando se tiene la suerte de comer, de abrazarse a perros vagabundos para superar el frío-. Nosotros los mirábamos con cariño quizá porque en esa época éramos de izquierda y la izquierda nos ordenaba como imperativo ideológico que debíamos mirar con cariño a los pobres, más aún si eran discapacitados. No hicieron amago de pedir algo. La mesera jamás se les acercó. El dueño del local –un español que no simulaba su permanente mal humor- apagó la música ambiental una vez que vio al pequeño ciego acomodar la guitarra contra su pecho. Por la coordinación de las acciones descritas, de inmediato nos dimos cuenta de que estábamos asistiendo a una escena permanente del Lagar.
         Y el ciego petiso y rechoncho comenzó a cantar. Rasgueaba la guitarra con una uñeta azul que rezaba “Donde golpea el monito”. Interpretaba la armónica como si soplara una peineta cubierta por un celofán. Era su voz carente de hermosura, sin embargo tenía intensidad. Uno podría decir que cantaba con el alma, la garganta y los riñones (suponiendo que aún no había vendido sus riñones). Resumo: la labor musical del ciego era tosca pero sincera. No derrochaba sutilezas, pero sí entusiasmo. Partió con una canción en que el hablante es un hijo evocando a su padre muerto al cual describe como un hombre pobre e iletrado que amaba los tangos y que tenía como única posesión una bicicleta. Al hijo de la letra le duele el fallecimiento del padre y le duele más la distancia que los separó durante muchos años. De eso hablaba la canción. Era como si el ciego, en esa sensibilidad perversa que los caracteriza –sólo sé de dos ciegos en la historia que carecían de esa perversidad: el poeta Homero y el cantante afroamericano Stevie Wonder- hubiese dicho: huelo que aquí en el local hay uno que hace unos diez días perdió a su padre, un anciano pobre y tanguero quizá, y con esta canción lo cago. Yo no pude no llorar (quería no llorar para demostrar una inexplicable fortaleza. Para decirle al Lechuga: “viste que el ciego no me cagó”). El caso es que cagué: quedé rendido al allegado trovador. Llamé a la mesera y entre lágrimas y buscando la mejor pronunciación que la borrachera me permitía, le señalé que llevara a la mesa de los malditos ciegos un jarrón de pipeño y tres empanadas. Ella me miró como se mira a los estúpidos cuando caen en la escalera del banco. Se largó en busca del pedido. No demoró más de tres minutos en llevar la merienda. El ciego, al constatar el presente a través de su olfato (la mesera no dijo nada, sólo dejó la jarra y las empanadas), sonrió con sarcasmo y agradeció a los cuatro vientos como agradecería Gilbert Becaud al público que lo aplaude de pie en el Olimpia de París después de interpretar Nathalie. Los otros ciegos no hablaron ni gesticularon. Parecía no sorprenderles el regalo ni nada de lo que allí ocurría. Más bien mostraban un acostumbramiento a la circunstancia generada por el canto de su juglar multiplicador de alcohol y comida. La labor de estos dos en el engranaje del show consistía en beber como caballos y comer con una velocidad que desconsideraba lo caliente que se encontraban las empanadas. Así se quemaban sus hocicos de bestias salidas de la isla del doctor Moureau. El pequeño no vidente continuó su repertorio compuesto de valses peruanos, boleros y cuecas. En su lirismo lacrimoso rasguñaba el alma de otros comensales y ellos también caían en la trampa: llamaban a la mesera ordenando pedidos para los ciegos, repletándoles la mesa con tinajas y masas. Obviamente que transcurrida una parte del recital los ciegos también se habían emborrachado. Lo delataban sus espaldas que se arqueaban en dirección a la cubierta, los acordes mal plisados por el cantor y la cebolla hirviente que los tres devolvían asquerosamente desde sus bocas en cada masticada. Pero en realidad todos en el local, cual más cual menos, estaban borrachos. Nosotros seguíamos libando atentos al desarrollo del cancionero, botando torpemente los vasos llenos y por ello siendo visitados permanentemente por la mesera que secaba la mesa con un trapo informe hediondo a humedad y cloro. Ella venía como lo haría un robot: no hacía gestos de molestias pero tampoco de cortesía al momento de pasar el estropajo por la cubierta empapada. Se retiraba sin reaccionar a nuestras miradas calientes que se posaban sin disimulo en sus tetas. Nosotros inventábamos escenas con sus pechos de embarazada obesa. Éramos felices.
         Entonces ingresó hasta el Lagar un hombre muy flaco, pequeño, cabezón, con rostro de boxeador amateur retirado, en apariencia nicoticómano, y cuya mayor característica era un abrigo largo y negro que le llegaba hasta los zapatos. Con esa prenda infinita parecía deslizarse y no caminar. Si hubiese sido un bicho, lo que más le acomodaría sería una hormiga. Transitó seguro y rápido hasta una mesa que se encontraba detrás de los ciegos, siendo secundado por tres mastodontes de cabellos muy cortos, labios muy anchos y hombros de beisbolistas, que por sus portes y envergaduras o eran levantadores de pesas o eran peleadores de lucha libre o eran guardaespaldas de una estrella del rock, pero en ningún caso filósofos, júniors o profesores de inglés. Estos roperos caminaron con lentitud y observaron el local como si estuvieran sacando fotografías con los ojos. Su misión era intimidar y golpear si fuese necesario. Evidentemente, se encargaban de la seguridad de la hormiga que los lideraba.
         El hombre del abrigo largo se sentó como un Cristo en la última cena siendo rodeado por apóstoles mastodontes. Chasqueó los dedos y la mesera corrió hasta su mesa. No sé si sería la ebriedad, pero tuve la impresión de que la mujer estaba asustada (vi incluso que hasta las tetas le saltaban). “Dos jarras de vino para nosotros y una jarra para los ciegos”, dijo secamente y a toda voz la hormiga humana. Eso de “una jarra para los ciegos”, sumado a la ebriedad y el izquierdismo, hizo que se apoderara de mí una furia en su contra. Yo pensaba: una cosa es hablar entre conocidos y con cierta solemnidad lastimera de “los ciegos” y otra cosa muy distinta es decir “los ciegos” a un anfiteatro integrado además por los aludidos. Dije para mí: esta es una referencia discriminadora, clasista y muy maricona. Así pensaba yo. ¿Sería sólo el alcohol o el sobreizquierdismo? El caso es que, aceleradamente, el hombre del abrigo se me transformó en la mismísima encarnación del Michael Corleone en el Padrino II.
         El ciego cantor no paraba. Pasaba por Zalo Reyes, Los Galos, Los Iracundos, Sandro, hasta llegar a los hermanos Zabaleta, la nueva ola argentina y Eva Ayllón. Justo cuando el trovador comenzaba con La Balsa, el hombre del abrigo, el Padrino, la Hormiga, se paró de su lugar e hizo un gesto a los mastodontes para que no lo siguieran. Comenzó a escalar mesa por mesa vociferado artificialmente y con una sonrisa de acrílico algo así como: “vengo a saludar a los amigos que gustan de la música”. Parecía estimulado por alguna sustancia –¿coca, anfetas, marcianos?-. Yo le decía al Lechuga: “¿y este conchadesumadre quiere transformarse en el regente de esta noche? Falta solamente que diga: ‘estos ciegos son mis empleados y ustedes deberían agradecerme la diversión que les estoy dando’. Lo único que pido es que no se le vaya a ocurrir a este saco de pelotas venir a güevear acá”. El Lechuga asentía y, aunque más moderado y silencioso, sé que compartía el desprecio hacia este gángster de bar.
         Dicen los viejos que cuando uno expresa que espera que algo malo no ocurra logra justamente lo contrario y termina por invocar a la desgracia. Es el misterio infeliz de las palabras. Quizá no debí pronunciar: “no se le vaya a ocurrir a este saco de pelotas venir”. El caso es que el hombre del abrigo largo se nos acercó. Dijo: “Como lo he venido haciendo mesa por mesa, llego hasta acá porque vengo a saludar a los amigos que les gusta la música”. Todo en él era despreciable, su tono fanfarrón, su agresiva amabilidad, la construcción de sus frases. Pero lo que resultaba más despreciable en él era sin duda su abrigo azul -¿qué de malo tenía ese abrigo?-. El Padrino estaba de pie junto a nosotros. Estiró su mano primero al Lechuga quien lo saludó por cortesía –el Lechuga le dijo: “ya, te saludo, pero chaíto no más”-. Luego quiso darme la mano pero con distinta suerte: yo hice como que no lo vi; no tuve la diplomacia de mi amigo; miré al vacío como esperando la llegada de un microbús y no pestañee hasta que el gángster se retiró de nuestro lado –cuando este personaje me hablaba diciéndome quiero saludar a un amigo que goza de la música y yo no lo pescaba, me pasaba películas de que era el encuentro de dos seres en el mismo momento y lugar, pero habitando en mundos paralelos. Ese pensamiento me hacía matarme mentalmente de la risa-. Cuando se retiró me di cuenta que lo único que yo deseaba era golpearlo, escupirle el rostro y decirle mientras lo castigaba: “¡maldito Corleone!”. Sin embargo la estampa de los mastodontes me detenía y con la poca lucidez que me quedaba en ese momento intentaba construir un plan de agresión menos riesgoso y más sutil.
         Pero vino lo peor: el hombre del abrigo azul pidió una nueva jarra para los ciegos, se acercó hasta el cantor y le dijo: “ahora tócate una de Piero”. El ciego tocó una de Piero (no sé por qué recordé ese viejo adagio que dice: no tengo ni para hacer cantar a un ciego). Al término de la canción, Corleone dijo al trovador: ahora una de Palmenia Pizarro. El ciego interpretó Ajeno. Terminó la canción. Vinieron más canciones dirigidas y más jarras repartidas sólo por él.
Como en el experimento de Pavlov, ese en que le tocan una campanilla a un perro y enseguida le dan un pedazo de carne repitiendo la secuencia de la campanilla y la carne varias veces hasta que el perro comienza a babear sólo por escuchar el talán talán, el ciego no cantó nada porque el hombre del abrigo no dijo nada después de Penas de Sandro. El ciego esperó a que el Don le indicara la siguiente canción que debía interpretar. El hombre del abrigo se miró las uñas, y escupió unas frases inaudibles a los mastodontes quienes rieron junto a su Jefe. Debe haberles dicho: “ahora tengo al ciego a la pinta mía”. Hubo un largo silencio en el salón del Lagar. Todos, como el perro del experimento, esperábamos a que Corleone hablara y ordenara. Corleone gozaba con esa espera. Nos miraba con el mismo desprecio con que un emperador mira a su pueblo. Pasaron tres minutos hasta que el hombre hormiga habló: quiero una de Gardel, dijo, y el ciego comenzó a interpretar una bolerística versión de Cuartito Azul. El salón soltó el aliento y se volvió a inundar de bullicio. Saqué mis conclusiones: habíamos pasado de escuchar a un trovador en su libre repertorio, hasta llegar a la construcción de un verdadero wurlitzer humano manejado por un mafioso rufián. Todos los parroquianos éramos parte de esta nueva estructura monárquica y deshumanizada que antes había sido un terreno de creación y espontaneidad. Vuelvo a preguntarme en esta parte del relato: ¿sería el alcohol o el sobreizquierdismo el que me llevaba a pensar de esta manera? No lo sé. Hoy mi análisis sería distinto. Creo. Hoy que escribo este relato cumplo sesenta y dos años y no creo en nada. En ese entonces aún no había abandonado los treinta.
Continuó la música dirigida por Corleone. El Lechuga y yo íbamos como por la cuarta o quinta jarra. La mesera no paraba de secar el resultado de nuestra torpeza. Ahora solamente el Lechuga miraba sus pechos pues yo me encontraba reconcentrado en vomitar mi rabia que mi amigo escuchaba y asentía con una paciencia que se parecía a un consuelo o a la actividad de un psicoterapeuta hiperprofesional. Por lo demás, el Lechuga conocía mis borracheras violentas.
 Desde su asiento, el hombre del abrigo programó una media hora más al juglar con pedidos de canciones. Los mastodontes reían ebrios. De repente, como si recordara sus labores gangsteriles, el hombre del abrigo cambió su gesto victorioso a uno de profunda preocupación. Dejó un billete de veinte mil sobre la mesa que era más que suficiente para pagar el consumo de él y de sus acompañantes. Se levantó y comenzó a abandonar el local. Los mastodontes dejaron de reír y lo siguieron. El ciego, al percatarse por sus cuatro sentidos de la partida de Corleone, paró su actuación ya que había olvidado completamente el arte de interpretar una canción por cuenta propia. En la ida, el hombre del abrigo pasó por mi lado sin mirarme. Yo nunca dejé de mirarlo, con odio. Se dirigió hasta la salida. Abrió la puerta de cantina del far west que daba a calle Morandé. Se detuvo para observar el cielo. Respiró irguiendo el tronco de su cuerpo de hormiga. Salió. Los mastodontes salieron tras él. Supe que ese era el momento. Sin avisarle al Lechuga, me levanté, corrí hasta la puerta, la abrí y comencé a gritar: “Claro, ahora te vai, fascista conchadetumadre, ahora que dejaste la cagá”. El hombre giró y me miró. La mesera me tiraba de mi chaqueta y me decía: “si se va a poner a pelear, por favor primero págueme la cuenta, mire que o si no el jefe me la cobra”. Los mastodontes, siempre atentos, se iban a abalanzar sobre mí. Gruñían. El hombre les hizo un gesto a sus mastines para que esperaran. El Lechuga, quien se levantó para estar a mi lado, les colocaba a los sicarios su mejor cara de malo que no le salía por su marcada cara de bueno. “¿Qué te pasa?”, me preguntó Corleone mirándome a los ojos. Su pregunta me descolocó. Yo esperaba una reacción y el tipo me lanzaba una interrogante con ribetes filosóficos. Pensé, entre la rabia y la borrachera, que me pasaban tantas cosas. Quise contarle que mi padre había muerto hace diez días. Decirle que estaba feliz por estar con un amigo viejo. Que estaba triste. Quise también decirle: “no me pasa nada, discúlpame” y entrar. Sin embargo, superada la sorpresa, me reincorporé y dije con energía: “te viniste a burlar de los ciegos, a cagarte en todos nosotros. Todo estaba bien hasta que llegaste, mafioso reculia’o”. Nuevamente los mastodontes quisieron hacerme mierda y nuevamente el Don los detuvo con un gesto. “Bueno -dijo-, si querís pelear conmigo tendremos que pelear. Te espero en una hora en Morándé con Santo Domingo”. “Ya poh, allí te voy a sacar la chucha. En una hora”, respondí. El hombre hormiga y sus secuaces se fueron por Morandé hacia el norte, riendo, mientras yo le gritaba al Gran Jefe: “te voy a sacar la chucha, Corleone culia’o. Pero sólo con vos quiero, no con tus matones”, hasta que dobló por Rosas y se perdió.
          Regresamos con el Lechuga hasta nuestra mesa. Seguimos bebiendo (parecía la jarra número cien) y hablando de todo. En algún instante, casi en el anonimato, los ciegos comenzaron a abandonar el local casi igual a como llegaron: en fila india y agarrados. La diferencia estaba en que ahora la fila india parecía diezmada por una epilepsia colectiva debido a la embriaguez. Uno de ellos, la mujer, rompió la fila al caer en la entrada del Lagar como un tony sobreactuado. El ciego cantor apenas afirmaba el bastón y la guitarra. Se fueron. La mesera continuó secando nuestra mesa y siguió pareciendo un robot tetón. El español instaló la música del local y dijo a todo volumen: “pues en media hora cerramos, eh”, pero los concurrentes habituales sabíamos que eso no era cierto, que uno podía tomar hasta donde alcanzara el dinero, que el español era un avaro que jamás quería perder un peso. Además daba recién la una de la madrugada en el reloj de pared de malta morenita. Nosotros conversábamos sobre el paso del tiempo. Fumamos el primer cigarrillo. Sólo tres horas después me acordé de mi encuentro boxeríl.