Una de las cosas más intensamente aburridas de las múltiples actividades aburridas de la humanidad, deben ser los suicidios de los artistas que quieren morir artísticamente. El ego de estos seudo activistas de la cultura, tan exageradamente solemne como absurdo, tiende a la creación de rituales mortuorios tales como, en el acto de quitarse la vida, montar una instalación, construir una performance, todo para darle a sus muertes algo de oxígeno, quizá un comentario en una revista alternativa o el sueño póstumo de dejar un camino o legado para cinco espinilludos estudiantes de arte o literatura. Compran velas, vestimentas blancas, programan la ejecución final para el día de su cumpleaños, dejan escritas cartas sesudas para editores o amigos, graban discos con sus voces en altoparlante. Toda una pantomima para morir de manera imborrable. El yo irracional preparando el acto del que tendrá memoria toda la humanidad.
Pero, peor que asistir a los rituales de sus muertes o velatorios, resulta escuchar a estos magazinescos suicidas disertando acerca de sus decisiones inmolatorias. “La vida dejó de tener sentido para mí”, dicen en medio de una cerveza. “Soy un cadáver viviente”, exhalan detrás de la humareda del tabaco. Y uno tiene que escuchar dos, tres horas, esa diatriba existencial, monótona y cliché. “He escrito cartas para explicar los motivos de mi acto”, exclaman en la despedida, como quien está diciendo que inventó la ampolleta.
Y he aquí la paradoja: todos los pasos previos a sus suicidios, los hacen con una consideración extrema hacia qué vamos a decir los que asistamos a su entierro; se obsesionan en cuánto deslumbramiento instalará esa autodestrucción poética. Ellos se matan para quedarse y montan su espectáculo para impresionar al reino de los vivos. No piensan en su muerte, sino en su biografía.
Sin embargo, hay otros suicidas detrás de este escenario. Por ejemplo, el viejito Canales, viudo triste, despreciado por sus hijos, que un día, sin show, decide meterse a un canal mugriento para morir. En los días previos a la inmersión, borra su huella existencial, es decir, quema todas las fotos que hablaban de alguna historia familiar. Deja sus grises ropas en un basurero lejos de casa, a fin de que las recojan los mendigos. Quema las pocas cartas que guardó, así como también todo documento que haga referencia a él, a sus años. Del viejito Canales no quedará rastro, sino silencio. Nadie hablará. Sólo aparecerá, quizá, una pequeña nota, perdida en el costado más perdido de la crónica roja, telegrafiando que: “Lugareños encuentran cadáver de anciano en canal La Punta. No se descarta suicidio. Peritos trabajan en su identificación”.
La muerte debería ser celosamente privada y en blanco y negro. Este topless cultural de los suicidas artísticos sabe a sobreactuación, a maqueta u ortopedia. El viejito Canales no hizo bostezar a sus amigos ni dijo con voz de cita bíblica: “la vida no tiene sentido”. El viejito Canales fue identificado a los veinte días de su hallazgo en aguas rancias y hoy, a dos años de su muerte, aún nadie reclama su cuerpo que se enmohece en la morgue. Los suicidas artísticos, desangrados en seda blanca, descubiertos en onerosos departamentos que huelen a inciensos asiáticos, son visitados en sus mausoleos por cinco espinilludos, y viven la patética gloria de haberse sumergido en el ego autodestructivo del que fueron corderos. ¿Quién se suicidó mejor? Zeus tiene la palabra.
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