viernes, 30 de septiembre de 2011

LA TRILOGÍA DE BRUNO (relato)




       Bruno, con sus seis años a cuestas, es hijo de la era de las sagas cinematográficas: Los Piratas del Caribe I, II, III y la insoportable y reciente IV parte (vomitable, salvo por Penélope Cruz); Star Wars; La Era del Hielo; Shrek; por citar algunas. Son películas en donde más que el arte, prima la entretención. La explosión inmediata por sobre la delicada belleza. En ese espíritu, Bruno ha ido preparando sus propias “entregas”. Una de sus epopeyas más memorables que ha ideado (pues tiene varias) son las de “Las Maldiciones”, que tratan de esa especie de mandatos del destino a los que los mortales no se nos permite huir, sino acatar. Las tres partes hasta ahora proyectadas encuentran sus bases en historias domésticas.   
       He aquí una breve reseña del origen de cada una de ellas.

PRIMERA PARTE. LA MALDICIÓN DEL PERRITO


          Bruno ha proyectado esta película desde hace un año, quizá. Está basada en una historia contada por este cronista (el padre), aderezada por su madre (testigo), proyectada como novela prima por su hermano de 12 (Christian) e imaginada por el pequeño director como la primera parte de la trilogía de “Las Maldiciones”.
         La historia real y deformada en el tiempo habla de un encuentro quizá en el ‘95 en el patio de una misteriosa casa de la calle Alberdi, en la comuna de Quinta Normal. En esta morada vivía Leo Fernández Madariaga junto a unos doce gatos. Era Leo en ese entonces un pobre profesor de filosofía, poeta metalero, anarquista y satánico, mariguanero de tiempo completo, onanista también de tiempo completo a falta de hembra que soportara su penetrante hedor de axila.
         Leo, alias el Lechuga, es visitado en la oportunidad descrita por este escribano junto a su angelical novia de nombre Paola, que con los años se transformaría en su esposa. Luego del saludo de rigor, se dirigen los tres, contentos, al final del patio de la vivienda con el objeto de disfrutar de la calidez de una noche primaveral, la fragancia de unos pitos (Lechuga era traficante de medio tiempo) y de la frescura de un vino Gato export que seguramente fue donado por este servidor.
         Es preciso detenerse aquí para decir que la casa de Alberdi, la casa de los gatos, estaba compuesta por una vieja casona del casquete antiguo de la comuna, sin antejardín, con encielados altos, puertas para gigantes y piso de madera, y un extenso patio de tierra y árboles al que llamábamos “el bosque”. En este domicilio era común presenciar extraños hechos que podrían caratularse como “paranormales”. Como casos, podemos citar la pérdida de objetos (“pero si recién el encendedor lo tenía sobre la mesa”), el abrir y cerrar de puertas sin motor humano (“¿quién cerró la puerta?, ¿fue el viento?”). Lindaba en lo espeluznante observar a la docena de mininos que movían coordinadamente sus cabezas dirigiendo aterrados sus miradas a un punto en el que nosotros, pobres mortales, nada lográbamos divisar (“cáchate los gatos”).
     Vuelvo al relato. Paola y este narrador, sentados en el suelo terroso, apoyábamos nuestras espaldas en la pared final de la propiedad. Leo, de frente, bebía y fumaba en posición de Buda. Hablábamos de la llegada de la primavera. “El solcito, qué rico”, exclamaba nuestro hospedador. En ese momento, a las espaldas del Lechuga, un perro negro, macizo y grande, aparece. Miramos al can pensando en la extraña adquisición, atendida la enorme población felina del inmueble. Nos sorprendimos ya que es sabido las hondas disputas históricas que perros y gatos mantienen, sin acercamientos ni treguas para la reconciliación perruna-gatuna. “¿Y cuándo trajiste a ese perro?”, le pregunté. Entonces Leo gira su cabeza, ve al animal, y con expresión de sorpresa y miedo, dice: “¡y ese perro, weón!”. Se para. La bestia se aleja. Lechuga lo busca en el patio y no lo encuentra. Ahí supimos que la oscura fiera no era de su dominio ni estaba invitada a la tertulia. Leo se fue hacia la casa en persecución del intruso.
         La vivienda de Alberdi no contaba con entradas a los costados. Allí, además de paredes altas, se erguían los techos de las casas vecinas. Es decir, era imposible que el perro ingresara por alguna de las fronteras laterales. Por atrás, además de una pared alta, estaba Paola y este cronista, que nunca divisaron a un cuadrúpedo azafrán brincando cuatro metros para caer al patio, con la correspondiente quebrazón de sus patas delanteras. Por último, hacia delante se alzaba la misteriosa construcción, lugar que se encontraba cerrado tanto desde su puerta principal como la del fondo. En síntesis, la única lógica ilógica explicación es que el perro había aparecido.
         Nuestro anfitrión regresó. Venía sudoroso. Parecía incluso más envejecido. Su pestilencia sobacal se había extremado. Los ojos chicos de tanta mariguansa mutaron a siderales ojos de cómic japonés. Dijo: “no encontré al perro. Le pregunté a la vieja de al lado y me contó que hace unos diez años una quinceañera se ahorcó aquí. La difunta tenía un perro negro, macizo y grande como mascota. El perro también murió, atropellado, unos meses después, pero es común que el fantasma de él se aparezca en el patio”. Quedamos en silencio, perplejos, sorprendidos. Nosotros, agnósticos por malformación política, habíamos sido testigos de la presencia de un inorgánico ser, prueba visible de un mundo desconocido y paralelo. ¿Querría decirnos algo el espectro canino? Quizá. La niña no se suicidó, sino que la mataron. La niña se suicidó, pero fue llevada a ello al no poder soportar la agresión sexual de su abuelo. La niña y el perro eran amantes, pero el mundo jamás comprendería esa pasión entre especies. Todas las hipótesis quedaban abiertas.
         Esta historia del perro fantasma, con el tiempo ha sido relatada por este redactor en cuanta bacanal le brindó la oportunidad. La presencia de alcohol y drogas o la necesidad de ganar la atención de un auditorio casual y suspicaz, lo ha llevado a deformar el contenido. El perro nos habló. El perro nos indicó con su cola que lo siguiéramos hasta un desconocido subterráneo en donde yacían los restos de la niña ahorcada. El perro restregó la tierra hasta dar con una carta en donde la niña explicaba la verdad de su suicidio. La niña no era una niña sino niño y quiso morir con su secreto. El perro no era perro sino una rata gigante. La niña era hija del diablo. Charlatanería. El ego por sobre la verdad. Pero lo que se contó ahora es la historia real. La historia que conocieron Christian y Bruno en diciembre pasado en base a los hechos que este articulista y su consorte presenciaron.
         Christian dijo que recogería el episodio para armar su primera novela. Que durante el verano dedicaría la totalidad de su tiempo libre en escribirla. Sin embargo el playstation, el fútbol y el largo dormir, hicieron que a la llegada del mes de marzo no naciera ni una misrable línea desde su mano.
          Christian y Bruno, eso sí, han cultivado la cultura perruna, al punto de tener un saludo canino (en donde ambos, a cuatro patas en el suelo, se huelen los traseros e imitan una meada callejera de quiltro), y fundaron la Agrupación Internacional de Personas que se creen Perritos.
         Bruno permanece con su idea: La Maldición del Perrito abrirá su Trilogía de Las Maldiciones.

SEGUNDA PARTE. LA MALDICIÓN DE LA H


         Bruno jamás quiere una colación. Vamos a diario en el vehículo que nos lleva por la mañana hasta su escuela y el diálogo siempre es el mismo: “Bruno, ¿qué vas a querer? ¿Un chocman, un cereal de chocolate, un tkch?”. Bruno, semidormido, contesta: “con la bebida me alcanza para los dos recreos. No quiero nada”. Y luego: es que tienes que comer algo. Es que con la bebida me basta. Es que tu mamá dijo. Es que no quiero. Y así. Finalmente todo termina en un pacto: compraremos algo para comer y lo guardaremos en la mochila. Si le da apetito, lo saca y lo come; si no, lo guarda para el día siguiente. Así hasta la bajada.
Yo siempre, previo a ingresar al colegio, paso al local que se encuentra en la esquina. Bruno lo llamó por meses “el negocio de la H”. Siempre pensé que era por la forma de la entrada de la casa estilo Barrio Brasil en la que se inserta el boliche, pues tiene la forma de esa letra. Después comprendí que no. Que nada que ver.
En esas mañanas, Bruno siempre está más dormido que despierto. Yo lo incito a realizar ejercicios para dejar atrás el sueño. “Corriendo hasta la esquina”, digo y él, de malas ganas, corre. Es la carrera de un sonámbulo. “Subiendo las rejas hasta el almacén”. Debo parecer uno de esos jefes de patrullas militares. Pero palabra que lo hago con cariño. “Saltando las líneas de las veredas”. “El conejo saltarín”. “La pulga eléctrica”.
Casi siempre el negocio en donde compramos su colación es atendido por lo que llamamos “una abuela cósmica” (digo “casi siempre”, pues la última vez estaba su hijo, que también era re-viejo). Y es que se trata de una anciana de quizá ochenta años, enfrentada a unos treinta energúmenos a la vez, que le piden chicles, negritas, super 8, kapos, bebidas, cartulinas, papel lustre, lápiz de pasta, lápices de colores. Ella siempre con la misma e imperturbable sonrisa, entrega la mercancía con velocidad adolescente y lanza a voz en cuello los precios. Jamás la he visto utilizar una calculadora. Multiplica y suma casi como si respirara: son 430 pesos, son 720, 550, 1.600, va vociferando y recibiendo los dineros. Y qué decir de los vueltos. Le entregan un billete de cinco mil y sin detenerse -jamás se detiene a sacar una cuenta- entrega el vuelto perfecto. Yo la he tratado de confundir, pero no lo he logrado. Le paso billetes grandes para precios pequeños, y nada. El vuelto viene redondo.
Bruno, mientras me atiende la abuela supersónica, se tira sobre un banco que sirve para la espera. Se estira como si se tratara de un box spring cuando no es más que un tablón desvencijado instalado sobre dos piedras cuadriculares. Aprovecha de dormitar los últimos segundos.
Salimos tomados de la mano. Él dice: “¿ves papá que es el negocio de la H?” Alzo mi vista en la dirección que apunta su pequeña mano y caigo en razón. El almacén está ubicado al lado de un hotel parejero que, como señal para los ardientes de paso, exhibe una H de Hotel u Hostal, atrapada en un círculo, todo de neón.
Y como jamás quiere comprar nada y contra su voluntad algo se lleva, Bruno sentencia: “Por eso este negocio es el de la maldición de la 'H', que será la segunda parte de mi saga sobre Las Maldiciones”.

TERCERA PARTE Y FINAL. LA MALDICIÓN DE LAS HORMIGAS

Las hormigas siempre han sido admiradas por todos aquellos que defienden proyectos sociales en donde las masas están por sobre los individuos. El sacrificio por los demás. La supresión del yo. Los sueños de todos. El pueblo unido jamás será vencido ni aplastado.
Y un día llegamos con Christian, Bruno y Paola hasta nuestra casa. Yo ordenaba los bolsos desparramados por todos, con mi acostumbrada obsesión de que todo en el mundo tiene su lugar. Paola guardaba en el refrigerador los productos que requerían congelarse. Bruno y Christian sacaban la pelota para comenzar “el partido a muerte”.
De pronto, Bruno reparó en una columna de hormigas que iban desde la puerta de calle, cruzaban por la entrada, pasaban por el medio del living, la biblioteca, el comedor, la cocina y cortaban el patio trasero con su impecable cadena, para proseguir hasta el infinito.
Paola, sedienta de sangre de insectos y enemiga de toda confabulación colectivista, tomó casi con placer el insecticida bañando la columna que, al impacto del mortal rocío, comenzó a romper filas mientras sus componentes tiritaban, babeaban y morían despachurrados. 
Luego vino el escobillón. Los apilados cadáveres de las hormigas parecían una copia en miniatura de esas espeluznantes fotos que daban muestra de los cientos de cuerpos de judíos asesinados por los nazis, encontrados en fosas clandestinas y no tanto. De la pala al tarro de la basura. Luego, como si allí no hubiese pasado la obediente y sacrificada columna de un batallón de hormigas, Paola esparció líquido poett.
Eran las ocho de la noche. Hora de Los Simpson. Nos instalamos frente al televisor apertrechados de café, yogurt y cereales. De pronto Bruno dijo: “miren, de nuevo las hormigas”.  Y ahí estaban. Como si nada hubiese ocurrido. Como si ningún chaparrón de gigantes las pisoteara. En el mismo lugar que antes. La Columna, vigorosa, eufórica, cantando (“hi ho, hi ho, vamos a trabajar”), haciendo burla del insecticida, el escobillón, la pala y el poett. A Paola se le desencajó el rostro de rabia. A mí se me soltó una muela de admiración.
Fuimos al inicio y luego al final de la hilera, tratando de entender qué seguían. No obtuvimos explicación (no había ni un pedazo de azúcar abandonado, el esqueleto de un insecto mayor en descomposición entre las patas de una silla, el hueso de pollo mal tirado al costado del refrigerador).
Paola dijo: “estos malditos comunistas no me vencerán”. Se repitió la operación exterminio, pero esta vez el insecticida fue esparcido en doble cantidad, los escobillonazos no se limitaban a barrer, sino que además a golpear. La pala se transformó en una retroexcavadora. Todos aullábamos en éxtasis homicida: “nos veremos en el infierno, queridas amigas”.
Pero nada. La Columna emergió por tercera y cuarta vez. Por quinta y sexta. Resucitaban. Donde hubo una, ahora caminaban cinco. Paola cayó rendida. Los niños se durmieron. Yo me serví un vaso de ron con hielo, mientras me rascaba interrogativo la barriga.
          A la mañana siguiente, Bruno divisó la impecable línea negra que no aceptó someterse al holocausto de los humanos. Entonces el joven realizador dijo: “esa será la tercera parte y final: La Maldición de las Hormigas”.

lunes, 22 de agosto de 2011

PATOS MALOS Y ALABADO SEA EL PULENTO (relato)


Yo era ladrón y cogotero
Y el Señor me transformó
(canto de la Iglesia Pentecostal)

         Recuerdo que siendo niño un amigo le decía “patos malos” a los volados de la pobla. Aunque en mi casa no habían volados y por lo tanto no tenía referentes cercanos para saber si existía una sinonimia entre mariguanero y delincuente, siempre me pareció odiosa la asociación, básicamente porque a muchos de esos volados yo los conocía y sabía que no eran patos malos. También pensaba (cuando pequeño me gustaba tratar de entender las palabras) en la expresión “patos malos”. ¿Qué quería decir exactamente? Supuse ingenuamente que hacía referencia a la familia del “Pato Colocho”, un neoprenero de la cuadra adyacente que blandía el cortaplumas como supongo un capo guerrero medieval manejó la espada. Pero supuse mal toda vez que con el tiempo me fui enterando que la expresión “pato malo” se usaba  en toda la comuna y se extendía a todo el territorio patrio. Hasta hoy no sé de dónde proviene la expresión “pato malo”, aunque sí parece indicar a los ladrones de poca monta, cogoteros aperados con cuchillos hechizos y que atacan por lo general a gente pobre, viejitos jubilados o ciegos. No se le dice Pato Malo a un estafador, por ejemplo; tampoco se le dice Pato Malo a un empresario  especulador que se los caga a todos. Pato Malo es un delincuente de menor estofa que no tirita en amenazar a sus víctimas con un daño corporal (te boy a rajarte el paño) o incluso con la vida (te boy a matate).
         Mi hijo Christian también hacía la asociación de la droga con la delincuencia. Un día quedó pa’ dentro cuando le conté que yo y algunos de mis pulcros amigotes disfrutaban de los manjares extraídos de la cannabis. Incluso me miró de pies a cabeza como tratando de encontrar mi cortaplumas o quizá reafirmó lo que desde un principio sospechaba: mi padre está rodeado por una cofradía de rufianes.
         Pero bien. Quiero ir a otra cosa. He probado muchas cosas malulas. La mariguansa, el copete, pastillas de muchos colores y tamaños, pasta base, cocaína, entre otras exquisiteces, lo que no expreso con orgullo pero tampoco con vergüenza. Las drogas y el alcohol muchas veces han funcionado en una doble estampida: permitirte una comunión en la que encuentras a las personas en un pliegue humano que no alcanza la sobriedad; y -por otro- el rollo con uno mismo: te salen aspectos que las capas y capas de formalismos y racionalismos te dejan enterradas a más de 700 metros (por usar un guarismo y una expresión actual, mediática), encontrándote con un ser desnudo, medio tiritón, miedoso, que empiezas a conocer y que de otra forma habría quedado atrapado en las profundidades terrícolas. Continúo: he probado muchas cosas y tal vez a los ojos de muchos, o usando una expresión nietzschiana, a los ojos de la moralina imperante, he sido etiquetado como Pato Malo.
         Pero me gustan los Patos Malos. Son como los forajidos en las películas de cow-boy pero con la vestimenta del tercermundismo sudamericano, más la marginalidad de la pobla citadina chilensis. El Pato Malo busca sobrevivir aferrado a su bolsa de “neoplén”, y armado siempre con el más cazurro de los cuchillos. Los Patos Malos de ayer (puedo mencionar al Tarzán, el Cotelo o todos los integrantes de la familia Los Peñailillo) no actuaban en pandilla, sino que solitos enfrentaban su destino hampón, regalando por lo general como espectáculo a los niños que los observábamos desde la ventana, el mapa afiebrado de los cortes en sus estómagos, fruto de tantas peleas callejeras en las que resultaron victoriosos, pero magullados. De hecho, fueron los forjadores de avenidas con hileras de animitas, diminutas casas levantadas para no olvidar sus triunfos. Yo quise ser ladrón y cogotero, pero el señor me transformó.
         Es raro el Señor. Por ejemplo, el Pato Colocho y todos esos héroes de la pobla no ganaron siempre. En algún momento fueron derrotados. Y ser derrotados significó que un estoque o un cuchillo hechizo les dio muerte. Ante esa circunstancia, por cada uno de estos villanos de la miseria se erigió una animita que vino a parapetarse junto a las de sus víctimas. Nadie los lloró, pero tampoco nadie festejó. Murieron en la calle, desangrándose en espera de una ambulancia que todos sabíamos jamás llegaría. Mi hermano recuerda a uno que ante su final exclamó: “mamita, me mataron”.
Pero es raro el Señor. No deja comunicarse con ellos -los Patos Malos caídos- como lo hacía Simba con su padre el Rey León. Pero el Muy Maricón no se queda ahí, como bien lo dijo el obispo bautista el miércoles pasado, tampoco deja que los muertos (el Rey León, para seguir con el ejemplo) pueda comunicarse con nosotros (Simba). Es decir, Él es una especie de Corredor, pero no de propiedades sino de Comunicaciones, que ejerce el monopolio conversacional de los vivos con los difuntos.
         Luego de estas reflexiones teológicas, cabe preguntarse: ¿Puede el Señor transformar una vida? Respondemos: quién sabe. Hay muchas especulaciones de que sí se puede y otros dicen que no, que cómo se les ocurre. Yo no sé de estas cosas y como decía Wittgenstein, de lo que no se sabe mejor no hay que hablar. Lo que sí sé es que los Patos Malos murieron en su ley de hierro, y que no renunciaron nunca a su régimen de terror, a sus batallas a chuzasos, a su bolsita de neoplén, a su apropiación violenta y de frente (no eran lanzas). No fueron el ladrón que se arrepiente a un costado del Jesús crucificado.
         Y el obispo lo dijo: saldrán desde sus tumbas, con sus guatas pintarrajeadas de cicatrices y sus iris a punto de estallar, y en el apocalipsis, caminando cual video Thriller, todos los Patos Malos al unísono gritarán: te boy a matate.

15 de septiembre, un día previo al viaje hacia Illapel.

jueves, 18 de agosto de 2011

HERMODORO, EL PULPO PAUL Y EL PRINCIPITO (relato)


HERMODORO HABLANDO, EL PULPO PAUL ASESINADO,
Y EL PRÍNCIPITO QUE REVOLOTEA PARA COMBATIR LA TRISTEZA

“Y volvió con el zorro:
- Adiós – dijo...
- Adiós – dijo el zorro. – Aquí está mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
- Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito a fin de recordarlo.
- Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante.
- Es el tiempo que he perdido en mi rosa... – dijo el principito a fin de recordarlo.
- Los hombres han olvidado esta verdad – dijo el zorro. – Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
- Soy responsable de mi rosa... - repitió el principito a fin de recordarlo.
(El Principito, Capítulo XXI, Antoine de Saint-Exupery)

I.             HERMODORO

Últimamente, cada vez que escucho una canción que me gusta, una frase que me interesa, o se me ocurre algo que no deseo perder, lo apunto, pues sé que al día siguiente todo se me olvidará. Ebrio o cansado, todo se me olvida. Hermodoro Pacheco dice que tanto mi libreta que lucha contra el olvido como los dolores crónicos en mi pierna izquierda, son los primeros síntomas de una edad que va desde los cuarenta hasta el ataúd. Estamos en un bar. Libamos. Hermodoro Pacheco es mi amigo.
“Hombres y mujeres paridos con dolor no podrán jamás construir una sociedad feliz”, me dice Hermodoro, con la pronunciación pesada que denuncia su incipiente borrachera. El milagro se ha producido. Mi buen compipa ha caído en la trampa. La frase me agrada y raudamente la anoto en mi libreta que lleva estampada a La Pelá en su portada. Hermodoro, al inicio de cada alcohólica jornada, dice demasiadas cosas interesantes que debo registrar en mi libreta. Yo le doy la dosis para que se explaye. El truco no falla. El problema viene después. El problema siempre viene después.
Y es que Hermodoro invariablemente ahonda su embriaguez y da comienzo a su segundo discurso que tiene como principal protagonista a los órganos sexuales. Esta segunda etapa, a su vez se divide en dos. En la parte A, Hermodoro es gracioso hablando de sexo porque mezcla cacha, pico, poto, choro, cochayuyo, con pesadas reflexiones acerca del tiempo, la muerte, el amor y el placer. Es una fusión de un humorista callejero con el mismísimo Jean Paul Sartre. En la parte B de esta segunda etapa toda su chispa decae. Es una larga perorata procaz y autoflagelante. Hermodoro habla de sus fracasos y se representa como el más desgraciado de los seres humanos que hayan habitado la tierra en todo lugar y en toda época. Hay llanto. Hay amenazas de suicidios (un día en que yo también estaba borracho, me harté. Le dije: “¡mátate de una vez poh, weón!”. Al día siguiente me arrepentí. Lo llamé para pedirle disculpas y me enteré por su hermano que estaba internado en la UTI con un cargamento de pastillas en la guata, que iban desde tranquilizantes hasta aspirinas y pastillas de carbón). Cada vez que llegamos a esta fase, yo cierro mi libreta y comienzo la larga y extenuante travesía de sacarlo del local y llevarlo sostenido para tomar un taxi. Él se niega a salir. Insiste en ingresar a otro barucho. No entramos. Si logro subirlo a un taxi, él a menudo se baja a mitad de camino, exponiéndose a todos los malandrines que hay en esta ciudad infecta. De hecho muchas veces ha sido víctima de robos y golpizas. Todo esto es un proceso embarazoso y desagradable que dura mínimo un par de horas. Sin embargo, cuando en el viaje hacia mi casa reviso la libreta que tiene a La Pelá en la portada y encuentro las reflexiones de Hermodoro garabateadas y rescatadas del olvido, siento que todo valió la pena.

II.           EL PULPO PAUL ASESINADO (UN RELATO DE HERMODORO)

Hermodoro Pacheco me relató una historia que quería escribir. Se trata de un pulpo que lograba adivinar el futuro. El cefalópodo se aprestaba a realizar su predicción más trascendente. Ya había augurado resultados futbolísticos, catástrofes naturales, la cura del sida y el encarcelamiento de un famoso animador por fraude a una obra benéfica. Hermodoro le llama Paul al pulpo, en honor al también célebre bajista de Los Beatles.
El día del evento, del anuncio,  se instala una enorme caja de cristal con agua. Hay una especie de escenario marino. Hay un podio. Hay expectación mundial. El octópodo aparece y se instala frente a un micrófono acuático, diseñado especialmente para él. Frente al molusco, tras el vidrio, están apostados un ramillete de periodistas de todas las lenguas, razas y culturas. El Pulpo golpeó el micrófono y dijo: “aló, aló, ¿me escuchan?”. Yes, sí, oui, ya, da, nici, shi, le contestaron en los más diversos idiomas. Paul dice: “bien, tengo un anuncio tremendamente importante que comunicarles. Lamento decirles que son muy malas noticias. En cinco años más, China…” Velozmente un periodista cantonés presente se comunica vía celular con un miembro permanente del buró político nipón. Éste a su vez llama a un miembro del Comité Central. El miembro del Comité Central se comunica con el Secretario General. El mensaje que se transmiten es uno solo: “El pulpo dijo China”. Toda esta comunicación demora tres segundos. El Secretario General le dice al miembro del Comité Central: “que actúe”. El miembro del Comité Central le dice al Miembro Permanente del Buró Político “que actúe”. El Miembro Permanente del Buró Político le dice al periodista cantonés presente en la conferencia: “actúa”. Toda esta comunicación demora dos segundos y medio. El periodista cantonés extrae una sofisticada máquina que asemeja a un combo y la deja caer pesadamente contra el vidrio. El vidrio se rompe. El agua cae sobre los periodistas. El pulpo queda en el piso como si se tratara de un trapero viejo. El nipón, empapado, extrae ahora una más sofisticada herramienta que asemeja a un machete. Con todas sus fuerzas lanza tres golpes hacia cada uno de los corazones del adivinador subacuático. Sin embargo su tercer golpe se frustra ante la rápida reacción de un camarógrafo mauritano que parece chimpancé. Ante la valiente reacción, reducen al chino una serie de manos y puntapiés de todos los colores de la tierra, en un espontáneo gesto de unificación de la violencia mundial en favor de la vida animal y las artes presagiadoras. Una periodista eslovena recoge al molusco sin importarle la sangre, la tinta de autodefensa y las vísceras que se desprenden de su cuerpo degollado. Sumerge al desfallecido entre sus redondos pechos blancos y los fotógrafos no saben si apuntar con sus flashes a Paul o a las rosadas tetas. Un periodista gay australiano exclama: “El Pulpo va a morir, que entregue pronto el mensaje”. ¡Yes, sí, oui, ya, da, nici, shi, que entregue el mensaje!, dicen todos. El pulpo va a hablar. La televisión transmite en directo. Paul exclama: “chino culiao, me cagaste”, y muere.

III.         Y EL PRINCIPITO REVOLOTEANDO

“Es tan misterioso el país de las lágrimas”, dice el Hombre cuando ve llorar al Principito, en el célebre relato de Antoine de Saint-Exupery. El Hombre no sabe cómo consolarlo: le indica al Principito que su flor no corre peligro, le promete que dibujará un bozal para que el cordero no coma la flor o una armadura para que la flor se encuentre a resguardo. Yo repito esa frase ("es misterioso el país de las lagrimas"), cada vez que veo llorar a Hermodoro Pacheco en un bar en donde se supone estamos celebrando la alegría, la amistad, el cariño y la admiración.
La tristeza es una pérdida de tiempo, decía Facundo Cabral. La tristeza es una oportunidad, dice don Lucho Castro.  A mí no me gusta la tristeza, pero al parecer resulta difícil evitarla. Habitamos en ella; salimos de ella; entramos para salir; volvemos a ella.
Y está por supuesto el angustiante tema de la memoria. Yo anotaba en mi libreta, y sin embargo un ladronzuelo se la llevó. Lo más seguro es que la botó enrabiado. De qué le sirven títulos de canciones, frases sueltas (como “el muerto dice: no entiendo esta putrefacción”), direcciones de páginas web, planificaciones de ensayos. El ladronzuelo buscaba algo para vender y halló en su triste botín, además de la libreta, una corbata adquirida en la calle, un celular que parecía sacado de una película de Chaplin (“El Circo”) y un lápiz bic. Yo olvidaré casi todo lo que allí apunté. Perdí dibujos de cuando Christian tenía tres años (la libreta era antigua. La rescaté desde una caja oculta en un armario). Y claro, la pérdida de esa memoria sujeta, provoca tristeza o algo muy parecido.
La tristeza y la superación de la tristeza, quizá sea ése un hermoso péndulo de la vida.
Ante esta tristeza, revolotea el Principito diciendo: “Cuando te hayas consolado (siempre acaba uno consolándose) estarás contento de haberme conocido. Seguirás siendo mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus amigos quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás: ‘Las estrellas me hacen reír siempre’. Y te creerán loco.” Lo dice casi en su despedida. Luego recibió un relámpago amarillo, cayó suavemente y desapareció rumbo a su planeta. En resumen, la tristeza, la memoria, la amistad. La tristeza.

miércoles, 17 de agosto de 2011

LA SOBRIEDAD DE LOS BORRACHOS (poema)



Ver el mundo desde una ola enloquecida

Llorar en la aparición de las fotografías mentales
Vivir en las antípodas de la indiferencia humana

Mear fuera del tiesto
Vomitar dentro del vaso

En definitiva se trata de eso: de no seguir
las instrucciones de los necios que asocian a
Satanás con el alcohol

En suma se trata de este momento
con toda su frágil vestimenta de eternidad
y sus huesos horadados de liviandad     

Manejar suicidamente
una bicicleta

Expulsar -eso sí- a Satanás desde el esófago
sólo para obligarlo a que pague la próxima corrida

viernes, 12 de agosto de 2011

APUNTES SOBRE LA NARANJA MECÁNICA Y GONZALO MUNIZAGA (artículo)


1.      LA NARANJA MECÁNICA

Yo sólo ataco algo cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo
(Ecce Homo, Friedrich Nietzche)

Compleja la disputa entre el escritor inglés Anthony Burgess, por una parte, y su editor norteamericano y el cineasta Stanley Kubrick, por la otra. El asunto es más o menos el siguiente: la novela “La Naranja Mecánica” del británico, se componía de 21 capítulos. Dicha disposición no era azarosa, sino de suma importancia para el autor, pues la numerología era elemento gravitante en el constructo de sus novelas. En este caso, el relato estaba dividido en tres partes compuestas a su vez de siete capítulos cada una. Además de esa simetría, estaba la simbología del número 21 como la edad de la madurez. En el mundo occidental de los sesenta, 21 era la edad para que una persona votara, o pudiera casarse sin consentimiento paterno, por citar sólo dos ejemplos. Sin embargo, el capítulo 21, en donde el narrador Álex se aburre de sus andanzas juveniles, se siente viejo (tenía 18) y opta por una vida quitada de bulla frente al televisor, resultaba para el editor norteamericano una especie de traición para el perverso personaje drugo, málchico, violador, ladrón y asesino, razón por la cual exhibió un contrato al pobre Burgess diciéndole: esto llega hasta el capítulo 20. Lo tomas o no. En el capítulo 20 Álex aún era un hedonista que buscaba estar jorochó. El escritor inglés, pobre como una rata, vio los billetes y firmó entre lágrimas su pacto con el diablo. Esa fue la edición norteamericana del libro y la que por décadas se tradujo al español. Dicha versión recortada fue la que Kubrick utilizó casi diez años más tarde de su publicación para realizar la homónima película, no obstante que el film se rodó íntegramente (como casi todas la películas de Stanley) en Inglaterra, país en donde por cierto circulaba la versión completa del texto original, es decir, la de 21 capítulos. Pero el cineasta no pescó. Se quedó con los 20.
En efecto, al final del capítulo 20, así como también en la peli, Álex dice “Sí, yo ya estaba curado”, refiriéndose a que había vuelto a ser el ultra violento del inicio de la acción y no aquél engendro que había producido el método Ludovico que se le había practicado por malignos facultativos, el cual le robó al ex málchico la capacidad de elegir entre lo bueno y lo malo, y le hacía experimentar náuseas al momento de desear el mal. La cinta fue un éxito y hasta hoy es una de las obras más citadas al momento de hablar de las distopías (qué van a saber ustedes lo que es una distopía).
Burgess, hecho ya un burgués, tuvo la oportunidad de vengarse o más bien de aclarar el punto. Escribió un prólogo para la  vigésimo séptima edición de la obra. Partía diciendo que considera a “La Naranja Mecánica” como uno de sus peores escritos, al que la circunstancia de que se hubiese hecho de él una película con tanta masificación, lo obligaba permanentemente a tener que hacerse cargo de abundantes consultas acerca de los tópicos de Álex, los drugos, el nadsat (idioma inglés rusificado), la metodología Ludovico, etcétera, propaladas por el agotador interés de académicos, lectores legos, periodistas, magos y acupunturistas. Además le tenía mala a los gringos (quizá debido a que cuatro soldados norteamericanos, durante la segunda guerra, violaron a su mujer –que estaba rica-, lo que inspiró uno de los capítulos de la novela comentada, ése donde los drugos violan a la esposa del escritor –que también estaba rica-). El asunto es que en dicho prólogo defiende su libro de 21 acápites y piensa que la inclusión de ese segmento despreciado por los gringos, que habla de la voluntaria renuncia de Álex, apunta a que todo ser humano no es humano sino cuando ejerce su libertad ante la disyuntiva moral del bien y del mal, más allá de que opte por una u otra alternativa. También esboza su teoría de que la violencia sin sentido es una prerrogativa de la juventud, y que llega un momento en que el ejercicio de dicha violencia resulta algo aburrido. Dice por último, para webear a los norteamericanos comepinga, que su relato es kennediano -en el sentido de la superación moral-, y no nixoniano -es decir, sin un hilo de optimismo-, haciendo cita del estilo opuesto del carácter de los dos expresidentes estadounidenses. En suma, Álex en esta parte final retorna al redil por elección y no imposición. 
Uno podría dividir al mundo entre quienes llegan hasta el capítulo 20 de la novela (los que creen que si un weón es malo continuará como tal, que no hay vuelta) y los que llegan hasta el capítulo 21 (los que creen en la redención del ser humano, en el libre albedrío y en que un mal andar es posible en algún minuto enmendarlo y cambiarlo por un buen andar). Dime hasta qué capitulo llegas, y yo te diré en qué clase de espantapájaros te has convertido.

GONZALO MUNIZAGA

El buen drugo, Álex de Largue, amarrado a su silla
Recibiendo lecciones de Dios que el mismo Dios ha olvidado
(Para no terminar como Nietzsche, Gonzalo Munizaga).

Gonzalo Munizaga era poeta, como yo. Estudió derecho, como yo. Hizo un acto suicida, como yo. Hizo un acto suicida el año 1992, como yo. A diferencia mía, Gonzalo murió por “asfixia. Ahorcamiento”, como reza su certificado de defunción. Yo he muerto muchas veces, pero resucito siempre gracias a mi instinto ludópata.
Nunca lo conocí. Su poesía llegó a mí de manera casual en un carrete en casa de Rodrigo Sanhueza, otro poeta, amigo, el cual compraba libros caros (Lihn, Lira, Martínez). Un día me mostró los poemas de Gonzalo. Me atrajo el título del ejemplar (“Para no terminar como Nietzsche”), pues a mí me gustaba y me gusta Nietzsche. Además de sus ideas, me atraía la vida atormentada del pensador teutón (nunca he dejado de imaginar esa terrible y pasional escena en donde Franz Overbeck viaja a Turín, preocupado por la salud del filósofo alemán, y lo encuentra fascinado, enajenado, libre, cantando junto a un piano versos sin sentido y percutiendo en el teclado acordes imposibles). Munizaga escribió en el libro un poema que se llamaba justamente “Para no terminar como Nietzsche”, en el que alaba la crudeza del bigotón en su mirada más pesimista, pero no obstante esa empatía pide no terminar como él (“¿para qué? para qué”) y proyecta una cierta esperanza. Dice: “La cosa es terminar como Goethe: pidiendo más luz aunque no exista”.
Además en el libro hay una saga de versos dedicados a Álex de Largue, el protagonista de La Naranja Mecánica. Me pregunto: ¿al momento de escribir estos versos, Gonzalo tuvo a la vista la versión de los 20 o la de los 21 capítulos de la novela? No es un tema menor, pues es necesario preguntarse si, en caso de haber sido este trágico bardo testigo de la voltereta del ultraviolento pendejo, hubiese descrito de forma tan excelsa su figura y su legado. Pero no seamos inocentes. Pareciera, por el contenido de los versos, que el malogrado vate no leyó ni una ni la otra versión de la Naranja, sino que –como muchos de esa generación- tan solo disfrutó la película en el Cine Arte Normandie y escuchó en la radio Galaxia la canción “Ultraviolento” de Los Violadores, que recogía parte del nadsat con que Kubrick, siguiendo a Burgess, armó el libreto.
La dedicatoria de Gonzalo Munizaga reza: “A mi siquiatra, que un día me dijo: suspende tus estudios de derecho y por un año haz lo que tú quieras”. Chalito quería suicidarse y en eso “aprovechó” su año sabático, el de 1992: ahorcándose un 25 de noviembre a las 21:50 horas con el cordón de una plancha en la casa de veraneo de la familia (ese mismo año, unos cincuenta días antes, a comienzos de octubre, yo me rajaba la guata con un balazo en un cerro renquino).
Veía y veo su foto en la contratapa del libro. Su media sonrisa. Su juventud a caudales. Era galancete y al parecer de familia con plata. Lo digo por mis prejuicios de clase: todos los de pelo claro me parecen de plata, aunque después la realidad me indique lo contrario y recule. Lo transformé en un David Soñador frente a un Sistema Goliat, en aquellos años nortinos en que para mí todo se reducía a un mundo dividido entre buenos y malos. En esa dinámica, escribí una obra de teatro para un grupo de La Serena, en la que Gonzalo Munizaga se enfrentaba a los poderes que subyugan a las personas en la sociedad capitalista (la religión, la educación y la política) y, cual demiurgo, se deslizaba en un onírico viaje para reunirse con otros poetas suicidas, a saber, Rodrigo Lira, Alfonso Alcalde y Pablo de Rockha.
     Siempre encontré grupiento a mi querido amigo Rodrigo Sanhueza. Entre otras cosas, lo apreciaba por eso. Cuando me dijo en el ’92 que el autor de “Para no terminar como Nietzsche” se había suicidado, lo dudé. Me prestó el libro (que a falta de una oportunidad nunca le he devuelto) y me pasé más de 18 años en la incertidumbre de ese autoexterminio. Hace dos semanas pedí el Certificado de Defunción de Gonzalo Munizaga esperando que el sistema no lo registrara como fallecido. Así, podría conocerlo personalmente. Hablarle de sus versos. Regalarle mis libros. Contarle que fue personaje de una obra de teatro. Copetearnos. Invitarlo a la papapodrida. Pero qué diablos: el certificado de defunción existía. Gonzalo, de intensos 22 años, mandó una noche todo a la mierda.

miércoles, 3 de agosto de 2011

SOÑÉ QUE LOS MUERTOS ESTABAN VIVOS (poema)



Los facinerosos se alejaron
sin saber que el larguero se partió
y el cuerpo de Gervasio
cayó vivo sobre la arenilla

Víctor Jara no se dirigió
a la Universidad Técnica
Fue detenido en su casa
Lo enviaron a Pisagua
Finalmente partió a un largo exilio

Para mala suerte
de su anhelado autoexterminio
la pistola de Violeta Parra
se trabó

Algo parecido le ocurrió
a Pablo de Rockha:
su anquilosado trabuco
no tenía balas
y sólo disparó un oxidado click

Y qué decir de Nino García y
Alfonso Alcalde: no encontraron
una maldita cuerda –el primero- ni
una puta viga –el segundo- para
gritarles a todos que ya no más
que ya está bueno de tanta asfixia

Eso soñé
Eso quiero soñar hoy
y mañana

MUERTES Y MARAVILLAS (artículo)


Recuerdo ahora los versos del mexicano Amado Nervo que aprendí en mi infancia: “porque veo al final de mi duro camino/ que yo fui el arquitecto de mi propio destino”. Cuatro vidas de cuatro muertos se reseñan en estas notas. Para mí la vida de Sábato y de Gonzalo Rojas son sublimes; la de Osama bin Laden, bien rara. Finalmente está la vida absurda del viejo Andrés, coronada por su deceso que nadie lloró.
         Preciso es añadir que si bien cada uno labra su destino, lo hace conforme a lo que la circunstancia le presenta. El azar lleva a que algunos encuentren en el abanico del provenir variados colores; para otros, el día a día si no ofrece pichí ofrece caca, y muchas fortuitas casualidades, más  unos gramos de arrojo o de ingenio, podrían presentar un panorama menos magro. Pero eso casi no ocurre. Pero a veces pasa.

1.      Gonzalo Rojas
En primer lugar no pongan flores encima, pongan aire,
aire fresco, a ver si esa transparencia ayuda al ocioso
que ya no duerme ahí y sin embargo duerme
vestido con ese traje que en 3 meses más será pura desnudez,
puro caballo sin hueso corriendo en ninguna dirección,
y además no lloren, ¿qué sacan con llorar?,
¿con ser qué sacan?, el resurrecto es otra cosa
y ahí va remando despacito
(Cuerdas Inmóviles)

Parecía una guagua gigante. Tenía las mejillas rosaditas de los que vienen del sur de Chile. Con lo pelado y gordinflón que era, si hubiese sido cardenal pasaba colado. Tenía labios de negro de Harlem. Y voz ronca, como salida a la fuerza por una tráquea muy pequeña, pero al mismo tiempo el sonido de su voz era vigoroso y elegante. Si Nicanor Parra se paraba a su izquierda hacían un perfecto 10. En su infancia, Gonzalo debe haber sido el gordito abuelado que lleva el pantalón afirmado en la mitad de su vientre y al que todos sus compañeros golpean en el hoyito patá.
Ya treintón, supo codearse con el poder, aunque mantuvo siempre un grado de disidencia y escasa obsecuencia. Fue amigo o conocido de cuanto patricio existe de las artes o de la política, aunque es preciso reconocerle la valentía para manifestar públicamente su cariño hacia quienes eran marcados de amarillo por la ortodoxia marxista de los ’60, cuestión nada fácil de enfrentar en tiempos en donde ser escritor y no ser oveja, era mal visto. Tal vez comprendió tempranamente que el talento no basta para poder llegar al pináculo de los premios literarios, y que el timmonel será siempre de los ricos, aunque los pobres se llenen de una frágil esperanza con eso del poder popular. Tal vez fue consecuente, entendiendo por consecuencia hacer lo que el corazón manda, sin mirar costos en ello.
Debo confesar que cuando empecé a escribir poesía y a relacionarme con los poetas renquinos, me di cuenta que todos queríamos ser Gonzalo Rojas. Un aprendiz de versero me prestó la “Antología del Aire”, y quedé impregnado, desde entonces hasta ahora, con esa poesía caliente, sensual, mística. Pensaba: cómo escribir así. Ahora que he publicado siete libros sé que nunca he podido y nunca podré.
Rojas escribía en hojas grandes. Nos aconsejaba hacerlo así en una charla en Coquimbo en donde habíamos seis personas, de las cuales dos se retiraron a la mitad. Era amable, pero siempre te miraba desde las alturas como diciéndote “yo soy Gonzalo Rojas y tú no eres ni siquiera Charly García”.
El hecho más curioso que viví con su poesía, se desarrolló en el aeropuerto de Punta Arenas. Me encontraba en esa ciudad por asuntos de trabajo. El día que relato era un día de julio en que me venía a Santiago. Tomé muy temprano un taxi  desde la hostal en la que me hallaba alojado para ir al arribo del avión. Nevaba suavemente. Me bajo del taxi. En la entrada del edificio empiezo a ordenar mis bolsos. Entonces, sobre un basurero/cenicero, diviso un libro de Gonzalo Rojas cuyo título rezaba “Cinco Visiones”. Miré hacia los lados y no había moros ni cristianos ni puntarenenses a la redonda. Me lo guardé. Ya en Santiago, en mi casa, abro mi bolso, extraigo el libro y me percato que está autografiado por el propio vate con su letra inconfundible. Decía: “Para …, Gonzalo Rojas, 27– VI-2005”. Me sobrecogió entonces una leve tristeza, pues pensé en la desgracia del huevón que lo perdió. Me puse en su lugar. Hace unos días, al enterarme casualmente de la muerte del poeta (estaba comprando pilas), me acordé del libro, imaginé al individuo que lo extravió, sospeché que el saco de bolas estaría acordándose ahora más que nunca del objeto malogrado. Me volvió a dar penita. Luego me cagué de la risita. Luego nuevamente me dio penita. Así es la bipolaridadcita.
Por último, leo en La Tercera del 30 de abril de 2011 una de las últimas entrevistas de Rojas en donde define a Neruda como un niño arribista –cosa que no me sorprendió-. Pero además relata una guerrilla literaria con Parra ocurrida por el año sesenta y tantos, en donde Gonzalo, picado por un poema de Nicanor dirigido en su contra, a la hora de almuerzo llega a su casa en Concepción y dice: “Ustedes almuercen. Yo le voy a contestar a este huevón, pero no le voy a contestar en su humorismo barato; le voy a contestar en un humorismo de la tradición española”. Me parece todo esto divertido, intenso, sublime. Caliente el viejo, y además vengativo. Todo un poeta.

2.      Osama bin Laden
La yihad (guerra santa) continuará incluso si yo no estoy.
(entrevista a bin Laden a un diario paquistaní, en septiembre de 2001)
Ayer informaron los medios de la muerte del líder de Al Qaeda (La Base), y archienemigo de los gringos, Osama bin Laden. Le pegaron un pulento balazo en la frente. Dicen que la mujer de Osama lo cagó. Claro, los rambos de los Navy Seals entraron y se encontraron como con 30 Osamas bin Laden, todos flacos, de turbantes y barbudos. Los panzer disparaban pero querían dar muerte al original y no a los clones. Bin Laden, el real, comenzó a realizar el paso lunar y estaba pasando inadvertido entre tanta sangre y bala, cuando a su mujer se le ocurre gritarle: “Osama, nos atacan”. El pobre saudí (que de pobre nada tenía) quedó helado, quiso taparle el hocico de un charchazo, pero ya estaba pedido. Entonces fue cuando una bala certera en su frente disparada por Arnold Schwarzenegger lo mandó directo al cielo de Alá.
Los analistas concuerdan en que quizá desde hace unos nueve años Osama no mandaba ni a su perro, y que Al Queda no pasaba de ser un grupo de estudios religiosos, algo así como una versión musulmana de la Papa Podrida. Sin embargo su muerte en Abbottabad lo convierte automáticamente en mártir, y no faltarán los miles de jóvenes islámicos que llevarán poleras con su imagen o tatuarán el rostro del jeque en sus brazos, de la misma manera como soñadores y pintamonos hediondos de todo el mundo llevan la imagen del Che en cuanta mierda de soporte lo permita.
Otro gran tema con la muerte de don Binito, tienen que ver con la legalidad del operativo. Obama dijo que se había hecho justicia y lo repitió con toda su cara de weón, Piñera. Pero como bien dice el periodista británico Robert Fisk, “justicia significa debido proceso, una corte, audiencia, una defensa, un juicio con garantías. Haberlo capturado y ponerlo a disposición de cortes internacionales. En cambio, Osama bin Laden fue sencillamente ejecutado”. En Estados Unidos uno de los pocos que se atrevieron a criticar la celebración en la llamada Zona Cero, fue Michael Moore, quien también calificó el hecho como ejecución. El documentalista dijo: “hemos perdido el alma”.
¿Hubo necesidad de matarlo?, ¿se le conminó a la rendición?, ¿fue proporcional el disparo letal si, como señalaron los propios gringos, Osama se encontraba desprovisto de armas que justificaran abrir fuego en su contra? Por otro lado, es preciso preguntarse si existió de parte de Pakistán autorización para matar a este Cuco venido a menos. Los surasiáticos son históricamente rastreros a los intereses del Imperio, y en el seno de su poder político se baten las fuerzas armadas con las de inteligencia, que a su vez internamente presentan divisiones entre aquellos altos jerarcas de tendencia pro yanqui, con otros abiertamente contrarios de los gringos. No han dicho mucho y nada dirán, salvo alguna pálida declaración o una desanimada nota de protesta. Tienen shusto, pues se les acusa de haber sabido del paradero del guerrillero religioso y quedarse mudos. Sin embargo, hay que ser claros: para realizar una acción militar de la naturaleza de esta carnicería, y habida cuenta del peludo tema de la soberanía territorial, se requiere a lo menos una autorización por parte de quienes son el gobierno legítimo, cuestión que en la especie no se dio.
Lo cierto es que bin Laden no tuvo la suerte de Saddam Hussein: un juicio aparente y una horca mundialmente televisada. Es decir, Osama una vez pillado estaba recontra solicitado por don Sata, y llegaría indefectiblemente a ese país pintado por Il Bosco en el tríptico llamado “El Jardín de las Delicias”, lugar al que ustedes, queridos papapudridenses, también tarde o temprano llegarán, si Alá y los Estados Unidos quieren, claro.

3.      Ernesto Sábato
La vida aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que seria, así, una especie de despertar. Pero despertar a qué? Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los proyectos de suicidio
 (extractado de El Túnel)
Parecía una hormiga con lentes. Era hijo de inmigrantes italianos. Llevaba el nombre de un hermano muerto. Era extremadamente piti.
Se formó intelectualmente en el mundo de la física, la racionalidad, las matemáticas; sin embargo, el mundo de la imaginación y de la bohemia, lo perseguía como las curvilíneas sirenas a Odiseo. Al respecto, el cieguito escribe: "Durante ese tiempo de antagonismos, por la mañana me sepultaba entre electrómetros y probetas y anochecía en los bares, con los delirantes surrealistas. En el Dome y en el Deux Magots, alcoholizados con aquellos heraldos del caos y la desmesura, pasábamos horas elaborando cadáveres exquisitos".
Se decepcionó del marxismo y de la ciencia; optó por el anarquismo y el nihilismo. A la razón antepuso el mundo onírico y a la ecuación, la libre asociación mental; la literatura por sobre la ciencia. Dijo: “Yo creo que la verdad es perfecta para las matemáticas, la química, la filosofía, pero no para la vida. En la vida, la ilusión, la imaginación, el deseo, la esperanza, cuentan más”.
Creo que conocí una buena parte de su obra. Me confieso un sabatiano. Pero también sé que a los 99 años no queda mucho más que pedirle a la vida. Uno ya se preguntaba: cómo tanto.
También el viejito tuvo su polémica: almorzó con el dictador Jorge Rafael Videla (junto a Borges), así como Nicanor Parra, en plena guerra fría, tomó té de la India con Pat Nixon, esposa del mandamás norteamericano (lo que le valió que el régimen castrista hiciera antimateria con su antipoesía, hasta hoy. Idem la Sech, el pc chileno y todos los idiotas evangélicos de siempre). Ese almuerzo con Videla trajo a Sábato numerosas críticas. Osvaldo Bayer, anarquista santafecino, lo acusó de “formar parte de la hipocresía argentina”. En mi parecer, Sábato sí fue utilizado en esa trama ideada por los militares argentinos de acercarse a la gente, eligiendo como presas a intelectuales y artistas. En ese mismo discurso, por ejemplo, otro gorila, el general Roberto Viola,  años después de lo que relato, se reunió con los veinteañeros integrantes de Serú Girán so pretexto de acercarse a la juventud, aunque ellos, para pulverizar creativamente esa pantomima castrense, posteriormente grabaron “Encuentro con el Diablo”, y se lo cagaron. Sábato habló bien de Videla. Dijo que hubo un trato respetuoso. Parece que el mundo onírico lo nubló, pues olvidó a los torturados y a los torturadores; a los desaparecidos y a los carniceros; no se acordó de todos los engendros del régimen criminal. (Años después, eso sí, Ernesto se reivindicó presidiendo la comisión creada por el presidente Raúl Alfonsín, que elaboró el Informe Sábato, la que dio cuenta de gran parte de las atrocidades de la dictadura trasandina).
“La vanidad es tan fantástica, que hasta nos induce a preocuparnos de lo que pensarán de nosotros una vez muertos y enterrados”, decía. ¿Qué habrá pensado acerca de su muerte inminente o ya el tatita estaba tan pedido que no tuvo ni tiempo de preocuparse de esas cosas, pues debía tomarse su medicina? Lo cierto es que paró la chala en Santos Lugares, y con él se apagó una de las obras y de las personalidades más originales de la literatura hispanoamericana.

4.      Por último, el viejo Andrés
Me voy a morir, y el pico se me va a pudrir
(Refrán popular)
Era un curadito súper odioso que pasaba la mayor parte del tiempo en su casa. Hace quizá un par de décadas su mujer y sus dos hijas lo habían abandonado debido a su etílica adicción, además de su tendencia a boxear a su mujer y a su prole cuando estaba chamberlein.
Viviendo en el abandono, su casa no necesitaba terremoto para estar en ruinas. Recolectaba cartón y lo vendía, lo que era su única fuente de dinero. Si alguien me hubiese dicho que ese lugar era un basural del sector, yo lo habría creído.
El viejo, de tanta soledad, necesitaba hacer sus shows. Mujer joven que pasara por su vereda era lapidada por lascivias palabras y grotescos gestos propalados por Andrés. Más de algún combo de un machote poblacional se ganó por su posesa bocota.
Lo más notable de su existencia –y lo que generaba mayores rabietas de sus coterráneos- era que orinaba y cagaba no sólo con la puerta de su baño abierta, sino que además con la puerta que daba a la calle, lo que generaba que su avejentado pene y su raja enmierdada fueran vistos por todos los que transitaban frente a su miserable posada, especialmente niños, sacerdotes, bomberos y travestis.
Murió el mismo día que Sábato. A la mañana siguiente a su deceso y por primera vez en dos décadas, se apersonó su cónyuge y sus hijas, todas obesas y bigotudas. No fueron precisamente para velar al borrachito y darle la inmerecida cristiana sepultura, sino para limpiar la propiedad, botar escombros, pintarla, echarle espray y comenzar un proceso de venta. Nadie lloró al beodo Andrés. Ni yo. “Nadie dijo nada” ¿Alguien supo su apellido?

También murió el fin de semana pasado, la dirigente sindical María Rozas. Vayan mis respetos y mi admiración. Prometo escribir acerca de ella. Otra cosa: mañana toca McCartney en el Nacional.