martes, 17 de mayo de 2011

MALDITO CORLEONE (cuento)

para Leo Fernández.

Después de muchos meses sin vernos, con el Lechuga nos reencontramos en el entierro de mi padre en el Parque de los Almendros. Nos abrazamos. Lloré en el abrazo. Él sabía cuánto adoraba al tatita. Me dijo: “tranquilo, socio”. El Lechuga había tratado con mi viejo y también –al igual que gran parte de los que asistían al funeral- había sido víctima de su humor hiriente. Recuerdo que mi padre, a los quince minutos de conocerlo, lo llamaba “Coliflor”, por el puro placer de hincharlo. El día de las exequias del viejo, en algún espacio quedado entre las condolencias que yo recibía sin ánimo, acordamos esta etílica reunión. Dijimos “en diez días, donde siempre”.
Nos juntamos. A la hora de chupar, “El Lagar de don Quijote” nos atraía con su estética añeja tanto en las comidas –por ejemplo, había conejo escabechado, plato en extinción en el centro de Santiago- como en el mobiliario de mitad de siglo –los tallados felinos en las patas de las mesas, el encielado alto, las lámparas gigantes-, sin dejar de mencionar la música cincuentera plagada de guitarras plañideras y letras evocando amores caídos en desgracia que salía de unos parlantes que parecían ataúdes colgantes por sus dimensiones y su color fúnebre. Esta vez, de una veintena de mesas, sólo quedaban seis desocupadas. El lugar parecía un club de la tercera edad: los parroquianos promediaban las seis décadas. Éramos los más jóvenes. Nos atendía una mujer pequeña y cuarentona que arrastraba sin cuidado la “ch”. El alcohol en nuestros cerebros había logrado recuperar y capturar de ella una belleza perdida por la mala paga y el marido golpeador, quizá. Comentábamos el descubrimiento de sus senos grandes con creciente morbo. Llevábamos consumidas una jarra de pipeño con chicha y dos empanadas de pino caldúas.
Sin lugar a dudas, la noche seguiría un trayecto similar al que habían tenido tantas jornadas del pasado: nos emborracharíamos, lloraríamos abrazados, nos cagaríamos de la risa. Luego nos iríamos cada uno para su casa a no ser que el Lechuga decidiera aceptar mi insistente invitación a quedarse en mi departamento y dormir en la cama de mi hijo mayor que esa noche pernoctaría en casa de su abuela, pues en un canal de televisión por cable, por la mañana siguiente, darían un especial de los Power Rangers que él por ningún motivo podía perderse. Yo no tenía ni tengo contratada televisión por cable. Le decía: “La Paola te quiere ver y nos espera con una sopa que mata la curadera; después podemos seguir la juerga con un pipeño que le pega veinte patadas en la raja al que dan en este boliche. El Bruno –que es el nombre de mi segundo hijo- a esta hora duerme en su cuna y no lo despierta ni una bomba atómica. Vamos, güeón”.  Él no respondía.
         “Qué se van a servirse mis chiquillos”, nos dijo la ahora apetecida mesera. Sonrientes y parlanchines pedimos la segunda jarra de pipeño con chicha y las correspondientes empanadas caldúas. Ya estábamos ebrios, pero en la parte inicial de la jornada, es decir, la etapa en donde cada uno quiere lanzar un torrente de palabras y los diálogos aún no se han despojado de dirección. Ya habíamos llorado aunque poco (yo, apenas mencionaba a mi padre muerto, comenzaba automáticamente a lagrimear). Ya habíamos coreado con los vasos en alto alguna canción salida por los prehistóricos y enlutados parlantes.
Entonces fue cuando por la puerta de cantina del far west aparecieron –esa es la palabra: aparecieron- tres ciegos agarrados uno del otro, en fila india, como si fueran por el camino angosto de una montaña. El primero de ellos, bajo y gordo, tenía una actitud soberbia. Era como si quisiera dejar en claro que había llegado el mejor ciego entre todos los ciegos del mundo. Llevaba un bastón de metal que arrastraba para conducirse y una guitarra que cualquiera creería había rescatado de una guerra o un basurero. La guitarra exhibía en su cintura, amarrados sin ninguna experticia, dos alambres que servían de piso a una armónica quizá recién comprada o pulida considerando el brillo intenso que daba su cuerpo de latón –era lo único que brillaba en el ciego-. Sus dos acompañantes, un hombre y una mujer, eran mayores que el ciego que llevaba la guitarra. Sin bastón, sólo atinaban a agarrarse de su líder como niños de jardín infantil en paseo a la plaza. De ellos sólo es posible destacar la tristeza que desprendían sus cuerpos, el cansancio esencial de sus manos sucias y el notable mal sueño.
         Los ciegos se sentaron en una mesa en diagonal a la nuestra. Eran extremadamente pobres: lo decían sus escasos dientes, sus ropas grises, sus olores –el olor de esa pobreza que habla de pernoctar sobre cartones, de comer en un tarro cuando se tiene la suerte de comer, de abrazarse a perros vagabundos para superar el frío-. Nosotros los mirábamos con cariño quizá porque en esa época éramos de izquierda y la izquierda nos ordenaba como imperativo ideológico que debíamos mirar con cariño a los pobres, más aún si eran discapacitados. No hicieron amago de pedir algo. La mesera jamás se les acercó. El dueño del local –un español que no simulaba su permanente mal humor- apagó la música ambiental una vez que vio al pequeño ciego acomodar la guitarra contra su pecho. Por la coordinación de las acciones descritas, de inmediato nos dimos cuenta de que estábamos asistiendo a una escena permanente del Lagar.
         Y el ciego petiso y rechoncho comenzó a cantar. Rasgueaba la guitarra con una uñeta azul que rezaba “Donde golpea el monito”. Interpretaba la armónica como si soplara una peineta cubierta por un celofán. Era su voz carente de hermosura, sin embargo tenía intensidad. Uno podría decir que cantaba con el alma, la garganta y los riñones (suponiendo que aún no había vendido sus riñones). Resumo: la labor musical del ciego era tosca pero sincera. No derrochaba sutilezas, pero sí entusiasmo. Partió con una canción en que el hablante es un hijo evocando a su padre muerto al cual describe como un hombre pobre e iletrado que amaba los tangos y que tenía como única posesión una bicicleta. Al hijo de la letra le duele el fallecimiento del padre y le duele más la distancia que los separó durante muchos años. De eso hablaba la canción. Era como si el ciego, en esa sensibilidad perversa que los caracteriza –sólo sé de dos ciegos en la historia que carecían de esa perversidad: el poeta Homero y el cantante afroamericano Stevie Wonder- hubiese dicho: huelo que aquí en el local hay uno que hace unos diez días perdió a su padre, un anciano pobre y tanguero quizá, y con esta canción lo cago. Yo no pude no llorar (quería no llorar para demostrar una inexplicable fortaleza. Para decirle al Lechuga: “viste que el ciego no me cagó”). El caso es que cagué: quedé rendido al allegado trovador. Llamé a la mesera y entre lágrimas y buscando la mejor pronunciación que la borrachera me permitía, le señalé que llevara a la mesa de los malditos ciegos un jarrón de pipeño y tres empanadas. Ella me miró como se mira a los estúpidos cuando caen en la escalera del banco. Se largó en busca del pedido. No demoró más de tres minutos en llevar la merienda. El ciego, al constatar el presente a través de su olfato (la mesera no dijo nada, sólo dejó la jarra y las empanadas), sonrió con sarcasmo y agradeció a los cuatro vientos como agradecería Gilbert Becaud al público que lo aplaude de pie en el Olimpia de París después de interpretar Nathalie. Los otros ciegos no hablaron ni gesticularon. Parecía no sorprenderles el regalo ni nada de lo que allí ocurría. Más bien mostraban un acostumbramiento a la circunstancia generada por el canto de su juglar multiplicador de alcohol y comida. La labor de estos dos en el engranaje del show consistía en beber como caballos y comer con una velocidad que desconsideraba lo caliente que se encontraban las empanadas. Así se quemaban sus hocicos de bestias salidas de la isla del doctor Moureau. El pequeño no vidente continuó su repertorio compuesto de valses peruanos, boleros y cuecas. En su lirismo lacrimoso rasguñaba el alma de otros comensales y ellos también caían en la trampa: llamaban a la mesera ordenando pedidos para los ciegos, repletándoles la mesa con tinajas y masas. Obviamente que transcurrida una parte del recital los ciegos también se habían emborrachado. Lo delataban sus espaldas que se arqueaban en dirección a la cubierta, los acordes mal plisados por el cantor y la cebolla hirviente que los tres devolvían asquerosamente desde sus bocas en cada masticada. Pero en realidad todos en el local, cual más cual menos, estaban borrachos. Nosotros seguíamos libando atentos al desarrollo del cancionero, botando torpemente los vasos llenos y por ello siendo visitados permanentemente por la mesera que secaba la mesa con un trapo informe hediondo a humedad y cloro. Ella venía como lo haría un robot: no hacía gestos de molestias pero tampoco de cortesía al momento de pasar el estropajo por la cubierta empapada. Se retiraba sin reaccionar a nuestras miradas calientes que se posaban sin disimulo en sus tetas. Nosotros inventábamos escenas con sus pechos de embarazada obesa. Éramos felices.
         Entonces ingresó hasta el Lagar un hombre muy flaco, pequeño, cabezón, con rostro de boxeador amateur retirado, en apariencia nicoticómano, y cuya mayor característica era un abrigo largo y negro que le llegaba hasta los zapatos. Con esa prenda infinita parecía deslizarse y no caminar. Si hubiese sido un bicho, lo que más le acomodaría sería una hormiga. Transitó seguro y rápido hasta una mesa que se encontraba detrás de los ciegos, siendo secundado por tres mastodontes de cabellos muy cortos, labios muy anchos y hombros de beisbolistas, que por sus portes y envergaduras o eran levantadores de pesas o eran peleadores de lucha libre o eran guardaespaldas de una estrella del rock, pero en ningún caso filósofos, júniors o profesores de inglés. Estos roperos caminaron con lentitud y observaron el local como si estuvieran sacando fotografías con los ojos. Su misión era intimidar y golpear si fuese necesario. Evidentemente, se encargaban de la seguridad de la hormiga que los lideraba.
         El hombre del abrigo largo se sentó como un Cristo en la última cena siendo rodeado por apóstoles mastodontes. Chasqueó los dedos y la mesera corrió hasta su mesa. No sé si sería la ebriedad, pero tuve la impresión de que la mujer estaba asustada (vi incluso que hasta las tetas le saltaban). “Dos jarras de vino para nosotros y una jarra para los ciegos”, dijo secamente y a toda voz la hormiga humana. Eso de “una jarra para los ciegos”, sumado a la ebriedad y el izquierdismo, hizo que se apoderara de mí una furia en su contra. Yo pensaba: una cosa es hablar entre conocidos y con cierta solemnidad lastimera de “los ciegos” y otra cosa muy distinta es decir “los ciegos” a un anfiteatro integrado además por los aludidos. Dije para mí: esta es una referencia discriminadora, clasista y muy maricona. Así pensaba yo. ¿Sería sólo el alcohol o el sobreizquierdismo? El caso es que, aceleradamente, el hombre del abrigo se me transformó en la mismísima encarnación del Michael Corleone en el Padrino II.
         El ciego cantor no paraba. Pasaba por Zalo Reyes, Los Galos, Los Iracundos, Sandro, hasta llegar a los hermanos Zabaleta, la nueva ola argentina y Eva Ayllón. Justo cuando el trovador comenzaba con La Balsa, el hombre del abrigo, el Padrino, la Hormiga, se paró de su lugar e hizo un gesto a los mastodontes para que no lo siguieran. Comenzó a escalar mesa por mesa vociferado artificialmente y con una sonrisa de acrílico algo así como: “vengo a saludar a los amigos que gustan de la música”. Parecía estimulado por alguna sustancia –¿coca, anfetas, marcianos?-. Yo le decía al Lechuga: “¿y este conchadesumadre quiere transformarse en el regente de esta noche? Falta solamente que diga: ‘estos ciegos son mis empleados y ustedes deberían agradecerme la diversión que les estoy dando’. Lo único que pido es que no se le vaya a ocurrir a este saco de pelotas venir a güevear acá”. El Lechuga asentía y, aunque más moderado y silencioso, sé que compartía el desprecio hacia este gángster de bar.
         Dicen los viejos que cuando uno expresa que espera que algo malo no ocurra logra justamente lo contrario y termina por invocar a la desgracia. Es el misterio infeliz de las palabras. Quizá no debí pronunciar: “no se le vaya a ocurrir a este saco de pelotas venir”. El caso es que el hombre del abrigo largo se nos acercó. Dijo: “Como lo he venido haciendo mesa por mesa, llego hasta acá porque vengo a saludar a los amigos que les gusta la música”. Todo en él era despreciable, su tono fanfarrón, su agresiva amabilidad, la construcción de sus frases. Pero lo que resultaba más despreciable en él era sin duda su abrigo azul -¿qué de malo tenía ese abrigo?-. El Padrino estaba de pie junto a nosotros. Estiró su mano primero al Lechuga quien lo saludó por cortesía –el Lechuga le dijo: “ya, te saludo, pero chaíto no más”-. Luego quiso darme la mano pero con distinta suerte: yo hice como que no lo vi; no tuve la diplomacia de mi amigo; miré al vacío como esperando la llegada de un microbús y no pestañee hasta que el gángster se retiró de nuestro lado –cuando este personaje me hablaba diciéndome quiero saludar a un amigo que goza de la música y yo no lo pescaba, me pasaba películas de que era el encuentro de dos seres en el mismo momento y lugar, pero habitando en mundos paralelos. Ese pensamiento me hacía matarme mentalmente de la risa-. Cuando se retiró me di cuenta que lo único que yo deseaba era golpearlo, escupirle el rostro y decirle mientras lo castigaba: “¡maldito Corleone!”. Sin embargo la estampa de los mastodontes me detenía y con la poca lucidez que me quedaba en ese momento intentaba construir un plan de agresión menos riesgoso y más sutil.
         Pero vino lo peor: el hombre del abrigo azul pidió una nueva jarra para los ciegos, se acercó hasta el cantor y le dijo: “ahora tócate una de Piero”. El ciego tocó una de Piero (no sé por qué recordé ese viejo adagio que dice: no tengo ni para hacer cantar a un ciego). Al término de la canción, Corleone dijo al trovador: ahora una de Palmenia Pizarro. El ciego interpretó Ajeno. Terminó la canción. Vinieron más canciones dirigidas y más jarras repartidas sólo por él.
Como en el experimento de Pavlov, ese en que le tocan una campanilla a un perro y enseguida le dan un pedazo de carne repitiendo la secuencia de la campanilla y la carne varias veces hasta que el perro comienza a babear sólo por escuchar el talán talán, el ciego no cantó nada porque el hombre del abrigo no dijo nada después de Penas de Sandro. El ciego esperó a que el Don le indicara la siguiente canción que debía interpretar. El hombre del abrigo se miró las uñas, y escupió unas frases inaudibles a los mastodontes quienes rieron junto a su Jefe. Debe haberles dicho: “ahora tengo al ciego a la pinta mía”. Hubo un largo silencio en el salón del Lagar. Todos, como el perro del experimento, esperábamos a que Corleone hablara y ordenara. Corleone gozaba con esa espera. Nos miraba con el mismo desprecio con que un emperador mira a su pueblo. Pasaron tres minutos hasta que el hombre hormiga habló: quiero una de Gardel, dijo, y el ciego comenzó a interpretar una bolerística versión de Cuartito Azul. El salón soltó el aliento y se volvió a inundar de bullicio. Saqué mis conclusiones: habíamos pasado de escuchar a un trovador en su libre repertorio, hasta llegar a la construcción de un verdadero wurlitzer humano manejado por un mafioso rufián. Todos los parroquianos éramos parte de esta nueva estructura monárquica y deshumanizada que antes había sido un terreno de creación y espontaneidad. Vuelvo a preguntarme en esta parte del relato: ¿sería el alcohol o el sobreizquierdismo el que me llevaba a pensar de esta manera? No lo sé. Hoy mi análisis sería distinto. Creo. Hoy que escribo este relato cumplo sesenta y dos años y no creo en nada. En ese entonces aún no había abandonado los treinta.
Continuó la música dirigida por Corleone. El Lechuga y yo íbamos como por la cuarta o quinta jarra. La mesera no paraba de secar el resultado de nuestra torpeza. Ahora solamente el Lechuga miraba sus pechos pues yo me encontraba reconcentrado en vomitar mi rabia que mi amigo escuchaba y asentía con una paciencia que se parecía a un consuelo o a la actividad de un psicoterapeuta hiperprofesional. Por lo demás, el Lechuga conocía mis borracheras violentas.
 Desde su asiento, el hombre del abrigo programó una media hora más al juglar con pedidos de canciones. Los mastodontes reían ebrios. De repente, como si recordara sus labores gangsteriles, el hombre del abrigo cambió su gesto victorioso a uno de profunda preocupación. Dejó un billete de veinte mil sobre la mesa que era más que suficiente para pagar el consumo de él y de sus acompañantes. Se levantó y comenzó a abandonar el local. Los mastodontes dejaron de reír y lo siguieron. El ciego, al percatarse por sus cuatro sentidos de la partida de Corleone, paró su actuación ya que había olvidado completamente el arte de interpretar una canción por cuenta propia. En la ida, el hombre del abrigo pasó por mi lado sin mirarme. Yo nunca dejé de mirarlo, con odio. Se dirigió hasta la salida. Abrió la puerta de cantina del far west que daba a calle Morandé. Se detuvo para observar el cielo. Respiró irguiendo el tronco de su cuerpo de hormiga. Salió. Los mastodontes salieron tras él. Supe que ese era el momento. Sin avisarle al Lechuga, me levanté, corrí hasta la puerta, la abrí y comencé a gritar: “Claro, ahora te vai, fascista conchadetumadre, ahora que dejaste la cagá”. El hombre giró y me miró. La mesera me tiraba de mi chaqueta y me decía: “si se va a poner a pelear, por favor primero págueme la cuenta, mire que o si no el jefe me la cobra”. Los mastodontes, siempre atentos, se iban a abalanzar sobre mí. Gruñían. El hombre les hizo un gesto a sus mastines para que esperaran. El Lechuga, quien se levantó para estar a mi lado, les colocaba a los sicarios su mejor cara de malo que no le salía por su marcada cara de bueno. “¿Qué te pasa?”, me preguntó Corleone mirándome a los ojos. Su pregunta me descolocó. Yo esperaba una reacción y el tipo me lanzaba una interrogante con ribetes filosóficos. Pensé, entre la rabia y la borrachera, que me pasaban tantas cosas. Quise contarle que mi padre había muerto hace diez días. Decirle que estaba feliz por estar con un amigo viejo. Que estaba triste. Quise también decirle: “no me pasa nada, discúlpame” y entrar. Sin embargo, superada la sorpresa, me reincorporé y dije con energía: “te viniste a burlar de los ciegos, a cagarte en todos nosotros. Todo estaba bien hasta que llegaste, mafioso reculia’o”. Nuevamente los mastodontes quisieron hacerme mierda y nuevamente el Don los detuvo con un gesto. “Bueno -dijo-, si querís pelear conmigo tendremos que pelear. Te espero en una hora en Morándé con Santo Domingo”. “Ya poh, allí te voy a sacar la chucha. En una hora”, respondí. El hombre hormiga y sus secuaces se fueron por Morandé hacia el norte, riendo, mientras yo le gritaba al Gran Jefe: “te voy a sacar la chucha, Corleone culia’o. Pero sólo con vos quiero, no con tus matones”, hasta que dobló por Rosas y se perdió.
          Regresamos con el Lechuga hasta nuestra mesa. Seguimos bebiendo (parecía la jarra número cien) y hablando de todo. En algún instante, casi en el anonimato, los ciegos comenzaron a abandonar el local casi igual a como llegaron: en fila india y agarrados. La diferencia estaba en que ahora la fila india parecía diezmada por una epilepsia colectiva debido a la embriaguez. Uno de ellos, la mujer, rompió la fila al caer en la entrada del Lagar como un tony sobreactuado. El ciego cantor apenas afirmaba el bastón y la guitarra. Se fueron. La mesera continuó secando nuestra mesa y siguió pareciendo un robot tetón. El español instaló la música del local y dijo a todo volumen: “pues en media hora cerramos, eh”, pero los concurrentes habituales sabíamos que eso no era cierto, que uno podía tomar hasta donde alcanzara el dinero, que el español era un avaro que jamás quería perder un peso. Además daba recién la una de la madrugada en el reloj de pared de malta morenita. Nosotros conversábamos sobre el paso del tiempo. Fumamos el primer cigarrillo. Sólo tres horas después me acordé de mi encuentro boxeríl.

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