miércoles, 16 de noviembre de 2016

APRENDER A JUBILAR



        

          Ayer se informaba de una lamentable noticia: un hombre de 85 años, aficionado durante toda su vida al deporte aventura, moría tras un violento y errático descenso en su parapente, en los cerros de San Carlos de Apoquindo. La familia, obviamente entristecida, se mostraba sin embargo algo consolada debido a que este señor de la tercera edad había fallecido practicando un deporte que era su pasión y su felicidad. “Nunca se jubiló de deportista”, decían ellos, en una sonrisa lacrimosa, que contenía tanta amargura, como alegría.
         Ocurre algo parecido con algunos músicos longevos. Basta mencionar –por ejemplo- a Paul McCartney (74), Bob Dylan (75), o Patricio Manns (79), que pese a sus carreteados años siguen cantando, con mejor o peor panorama, pero con el mismo entusiasmo de cuando frisaban las dos décadas. También en el cine (Alejandro Jodorowsky, con sus 87 bien llevados, ha realizado dos películas en los últimos 3 años, sin dejar a un lado la actividad literaria y mística), o en la poesía (dicen que Parra, el centenario poeta, sigue escribiendo y traduciendo en Las Cruces). Parafraseando a los familiares del anciano deportista, podríamos decir que ellos “nunca se han jubilado de artistas”.
         Pero hay actividades y actividades. En el Chile de hoy vemos con pavor cómo algunos no han sabido que, contrario a las nobles ocupaciones deportivas y culturales reseñadas anteriormente, hay algo de lo que sí hay que saber jubilarse a tiempo, y eso es la política.
         En efecto, como si fueran vampiros, presenciamos el despertar de expresidentes saliendo de sus sarcófagos invadidos por termitas. Lucen apolillados fracs y el bótox tirante como muestra de que los pecados cometidos han huído de sus memorias. Realizan patéticas piruetas para tratar de decirnos que ellos no están naftalizados en discursos añosos y que hasta saben prender un computador. Que ahora sí entendieron que la educación debe ser gratuita para todos, aunque eso también puede no ser tan así, aunque podría ser de otro modo, aunque dejemos todo igual. El asunto es que no les gusta esto de la voz de la calle, pero ni lo insinúan cuando se ven rodeados de micrófonos. Preferirían que todo fuera como en los viejos tiempos: los asuntos de transporte, salud y represión, se resuelve en el Palacio y no en las anchas y pútridas alamedas.
         “¿Qué es esto de matrimonios igualitarios, derecho a abortar y legalización del consumo de marihuana?”, preguntan consternados los expresidentes a sus lacayos, y ante el silencio mueven sus cabezotas de gorilas para acomodarse a esta época en la que pisan, radicalmente distinta a esos tiempos de oropel en los que eran tan omnipresentes como dioses mitológicos. Piensan: los rotos deben limitarse a votar, no a abrir la boca. Piensan: la historia se nos derrite en nuestras propias manos, y debemos actuar con la rapidez de una oruga. Piensan: pero no me quieren, parece.
         Pero nada de esto amilana sus entusiasmos. Los expresidentes quieren dejar de ser expresidentes y dicen: yo puedo salvar todo, antes que todo se nos vaya al carajo. Ojo que cuando usan el plural no se están dirigiendo al chileno apretujado en el metro ni al que hace la cola para sacar un número en el consultorio. No: se dirigen a otros emponzoñados empresarios, senadores, cardenales y generales. Es decir, a toda esa pequeña tropa que se ha llevado el dinero para la casa, y el cobre, y el pan, y los choclos y las vacas, y la tierra y el mar. Es decir, ese minúsculo mierdal dueño del PIB, mientras los otros millones se endeudan con sus tarjetas sin fondo, y se enferman de males de los que no podrán financiar su cura. Esos que estudian carreras que les servirán para manejar un carro Uber.
         Vaya a saber uno quién despertó a estos expresidentes y no les clavó derechamente la estaca. Quién les dijo que terminaran con su ensoñación heroica para venir a salvarnos de las chusmas pokemonas. Y es válida la pregunta porque al parecer nadie quiere que suban a este parapente patrio que en gran parte gracias a ellos cae en picada; ni nadie gozará verlos con sus guitarras electrificadas en un escenario en donde ya se presentaron, y sus performances fueron siempre para otros, para los pocos, y nunca para los que le cargan la luquita a la bip. Que se jubilen de una vez.

martes, 1 de marzo de 2016

DE PASO



Juntaron las chauchas

para pagar el motel

más piñufla del centro



Estaban tan borrachos

que no pudieron desnudarse



Frente a frente

en una guerra de ronquidos

se ofrendaron el tufo alcohólico

hasta que un citófono chillón

les gritó que debían marcharse



El sol de febrero

los violentó a la salida



El paradero fue el marco del adiós

Nunca supieron sus respectivos nombres

ni por qué se habían amado tanto

y tan brevemente

viernes, 23 de mayo de 2014

FUERO SINDICAL (Microcuento)



Ahí estaba la caca fresca de un perro, instalada por una mano del destino que parecía apoyar nuestra causa. La pisé con placer, cuidando que todas las molduras de mi suela quedaran taponeadas por la mierda. Faltaban no más de cinco pasos para ingresar al imponente salón de reuniones de la gerencia. Caminé pisando con la punta para que la plasta no se despegara de mi zapato. A ratos yo saltaba como si tuviera la pierna quebrada. La fétida masa no se debía despegar. No todavía. Ya en el salón, mi pie bajó en plenitud. El zapato se deslizó embadurnando de fecas, pintarrajeando la gruesa y cuidada alfombra blanca. Arrastré con fuerza el calzado para que todas las heces se adhirieran al felpudo. Llegó el gerente con sus colleras de oro secundado mecánicamente por sus matones. Exhibió su piel cobriza de verano europeo. Proyectó hacia el horizonte sus ojos celestes de apellido nórdico. No ocultó con una mueca su desprecio hacia nosotros, los representantes de sus esclavos. Más bien hizo derroche de su repulsión. Y entonces capté con gusto el respingo de su puntiaguda nariz. Su expresión de asco moldeada en los rosados labios en el exacto momento en que el hedor le trepó por su garganta. Pero teníamos fuero y no pudo gritar lo que quería: que los dirigentes sindicales estaban pasados a mierda. Se mordió la lengua. Con la pestilencia como telón de fondo, comenzamos a negociar el contrato colectivo.

viernes, 30 de noviembre de 2012

CUECA DE LA RESISTENCIA (Cueca)



Una re/ una retroexcavadora
Y un pique/ y un piquete de cien pacos
Y un pique/ y un piquete de cien pacos

Quisierón/ quisierón matar la Escuela
Pero dig/ pero dignos no nos vamos
Una re/ una retroexcavadora

Estos patios son nuestros/ nuestras las salas
Con ellos levantamos/ nuestro mañana
Estos patios son nuestros/ nuestras las salas

Nuestro mañana, ay sí/ sorda alcaldesa
Que no entiende a este pueblo/ y su grandeza

La gallá muy uní’a
En rebeldía

sábado, 21 de abril de 2012

LA VIUDA DE SANTIAGO (Poema)


Lleva magonolias
a la tumba de su monstruo

             Él le pateaba el rostro
             al llegar borracho
             por la celebración del sueldo

             La lanzó escalera abajo
             durante el embarazo
             dejándola
             con una montaña de trajecitos
             y juguetes en un baúl

             En la navidad del ‘67
             tiró la cena por su cabeza
             porque faltaba la sal

Ella lleva magnolias
a la tumba de su monstruo
Si acercamos la cámara
es posible divisar que está llorando

viernes, 30 de septiembre de 2011

LA TRILOGÍA DE BRUNO (relato)




       Bruno, con sus seis años a cuestas, es hijo de la era de las sagas cinematográficas: Los Piratas del Caribe I, II, III y la insoportable y reciente IV parte (vomitable, salvo por Penélope Cruz); Star Wars; La Era del Hielo; Shrek; por citar algunas. Son películas en donde más que el arte, prima la entretención. La explosión inmediata por sobre la delicada belleza. En ese espíritu, Bruno ha ido preparando sus propias “entregas”. Una de sus epopeyas más memorables que ha ideado (pues tiene varias) son las de “Las Maldiciones”, que tratan de esa especie de mandatos del destino a los que los mortales no se nos permite huir, sino acatar. Las tres partes hasta ahora proyectadas encuentran sus bases en historias domésticas.   
       He aquí una breve reseña del origen de cada una de ellas.

PRIMERA PARTE. LA MALDICIÓN DEL PERRITO


          Bruno ha proyectado esta película desde hace un año, quizá. Está basada en una historia contada por este cronista (el padre), aderezada por su madre (testigo), proyectada como novela prima por su hermano de 12 (Christian) e imaginada por el pequeño director como la primera parte de la trilogía de “Las Maldiciones”.
         La historia real y deformada en el tiempo habla de un encuentro quizá en el ‘95 en el patio de una misteriosa casa de la calle Alberdi, en la comuna de Quinta Normal. En esta morada vivía Leo Fernández Madariaga junto a unos doce gatos. Era Leo en ese entonces un pobre profesor de filosofía, poeta metalero, anarquista y satánico, mariguanero de tiempo completo, onanista también de tiempo completo a falta de hembra que soportara su penetrante hedor de axila.
         Leo, alias el Lechuga, es visitado en la oportunidad descrita por este escribano junto a su angelical novia de nombre Paola, que con los años se transformaría en su esposa. Luego del saludo de rigor, se dirigen los tres, contentos, al final del patio de la vivienda con el objeto de disfrutar de la calidez de una noche primaveral, la fragancia de unos pitos (Lechuga era traficante de medio tiempo) y de la frescura de un vino Gato export que seguramente fue donado por este servidor.
         Es preciso detenerse aquí para decir que la casa de Alberdi, la casa de los gatos, estaba compuesta por una vieja casona del casquete antiguo de la comuna, sin antejardín, con encielados altos, puertas para gigantes y piso de madera, y un extenso patio de tierra y árboles al que llamábamos “el bosque”. En este domicilio era común presenciar extraños hechos que podrían caratularse como “paranormales”. Como casos, podemos citar la pérdida de objetos (“pero si recién el encendedor lo tenía sobre la mesa”), el abrir y cerrar de puertas sin motor humano (“¿quién cerró la puerta?, ¿fue el viento?”). Lindaba en lo espeluznante observar a la docena de mininos que movían coordinadamente sus cabezas dirigiendo aterrados sus miradas a un punto en el que nosotros, pobres mortales, nada lográbamos divisar (“cáchate los gatos”).
     Vuelvo al relato. Paola y este narrador, sentados en el suelo terroso, apoyábamos nuestras espaldas en la pared final de la propiedad. Leo, de frente, bebía y fumaba en posición de Buda. Hablábamos de la llegada de la primavera. “El solcito, qué rico”, exclamaba nuestro hospedador. En ese momento, a las espaldas del Lechuga, un perro negro, macizo y grande, aparece. Miramos al can pensando en la extraña adquisición, atendida la enorme población felina del inmueble. Nos sorprendimos ya que es sabido las hondas disputas históricas que perros y gatos mantienen, sin acercamientos ni treguas para la reconciliación perruna-gatuna. “¿Y cuándo trajiste a ese perro?”, le pregunté. Entonces Leo gira su cabeza, ve al animal, y con expresión de sorpresa y miedo, dice: “¡y ese perro, weón!”. Se para. La bestia se aleja. Lechuga lo busca en el patio y no lo encuentra. Ahí supimos que la oscura fiera no era de su dominio ni estaba invitada a la tertulia. Leo se fue hacia la casa en persecución del intruso.
         La vivienda de Alberdi no contaba con entradas a los costados. Allí, además de paredes altas, se erguían los techos de las casas vecinas. Es decir, era imposible que el perro ingresara por alguna de las fronteras laterales. Por atrás, además de una pared alta, estaba Paola y este cronista, que nunca divisaron a un cuadrúpedo azafrán brincando cuatro metros para caer al patio, con la correspondiente quebrazón de sus patas delanteras. Por último, hacia delante se alzaba la misteriosa construcción, lugar que se encontraba cerrado tanto desde su puerta principal como la del fondo. En síntesis, la única lógica ilógica explicación es que el perro había aparecido.
         Nuestro anfitrión regresó. Venía sudoroso. Parecía incluso más envejecido. Su pestilencia sobacal se había extremado. Los ojos chicos de tanta mariguansa mutaron a siderales ojos de cómic japonés. Dijo: “no encontré al perro. Le pregunté a la vieja de al lado y me contó que hace unos diez años una quinceañera se ahorcó aquí. La difunta tenía un perro negro, macizo y grande como mascota. El perro también murió, atropellado, unos meses después, pero es común que el fantasma de él se aparezca en el patio”. Quedamos en silencio, perplejos, sorprendidos. Nosotros, agnósticos por malformación política, habíamos sido testigos de la presencia de un inorgánico ser, prueba visible de un mundo desconocido y paralelo. ¿Querría decirnos algo el espectro canino? Quizá. La niña no se suicidó, sino que la mataron. La niña se suicidó, pero fue llevada a ello al no poder soportar la agresión sexual de su abuelo. La niña y el perro eran amantes, pero el mundo jamás comprendería esa pasión entre especies. Todas las hipótesis quedaban abiertas.
         Esta historia del perro fantasma, con el tiempo ha sido relatada por este redactor en cuanta bacanal le brindó la oportunidad. La presencia de alcohol y drogas o la necesidad de ganar la atención de un auditorio casual y suspicaz, lo ha llevado a deformar el contenido. El perro nos habló. El perro nos indicó con su cola que lo siguiéramos hasta un desconocido subterráneo en donde yacían los restos de la niña ahorcada. El perro restregó la tierra hasta dar con una carta en donde la niña explicaba la verdad de su suicidio. La niña no era una niña sino niño y quiso morir con su secreto. El perro no era perro sino una rata gigante. La niña era hija del diablo. Charlatanería. El ego por sobre la verdad. Pero lo que se contó ahora es la historia real. La historia que conocieron Christian y Bruno en diciembre pasado en base a los hechos que este articulista y su consorte presenciaron.
         Christian dijo que recogería el episodio para armar su primera novela. Que durante el verano dedicaría la totalidad de su tiempo libre en escribirla. Sin embargo el playstation, el fútbol y el largo dormir, hicieron que a la llegada del mes de marzo no naciera ni una misrable línea desde su mano.
          Christian y Bruno, eso sí, han cultivado la cultura perruna, al punto de tener un saludo canino (en donde ambos, a cuatro patas en el suelo, se huelen los traseros e imitan una meada callejera de quiltro), y fundaron la Agrupación Internacional de Personas que se creen Perritos.
         Bruno permanece con su idea: La Maldición del Perrito abrirá su Trilogía de Las Maldiciones.

SEGUNDA PARTE. LA MALDICIÓN DE LA H


         Bruno jamás quiere una colación. Vamos a diario en el vehículo que nos lleva por la mañana hasta su escuela y el diálogo siempre es el mismo: “Bruno, ¿qué vas a querer? ¿Un chocman, un cereal de chocolate, un tkch?”. Bruno, semidormido, contesta: “con la bebida me alcanza para los dos recreos. No quiero nada”. Y luego: es que tienes que comer algo. Es que con la bebida me basta. Es que tu mamá dijo. Es que no quiero. Y así. Finalmente todo termina en un pacto: compraremos algo para comer y lo guardaremos en la mochila. Si le da apetito, lo saca y lo come; si no, lo guarda para el día siguiente. Así hasta la bajada.
Yo siempre, previo a ingresar al colegio, paso al local que se encuentra en la esquina. Bruno lo llamó por meses “el negocio de la H”. Siempre pensé que era por la forma de la entrada de la casa estilo Barrio Brasil en la que se inserta el boliche, pues tiene la forma de esa letra. Después comprendí que no. Que nada que ver.
En esas mañanas, Bruno siempre está más dormido que despierto. Yo lo incito a realizar ejercicios para dejar atrás el sueño. “Corriendo hasta la esquina”, digo y él, de malas ganas, corre. Es la carrera de un sonámbulo. “Subiendo las rejas hasta el almacén”. Debo parecer uno de esos jefes de patrullas militares. Pero palabra que lo hago con cariño. “Saltando las líneas de las veredas”. “El conejo saltarín”. “La pulga eléctrica”.
Casi siempre el negocio en donde compramos su colación es atendido por lo que llamamos “una abuela cósmica” (digo “casi siempre”, pues la última vez estaba su hijo, que también era re-viejo). Y es que se trata de una anciana de quizá ochenta años, enfrentada a unos treinta energúmenos a la vez, que le piden chicles, negritas, super 8, kapos, bebidas, cartulinas, papel lustre, lápiz de pasta, lápices de colores. Ella siempre con la misma e imperturbable sonrisa, entrega la mercancía con velocidad adolescente y lanza a voz en cuello los precios. Jamás la he visto utilizar una calculadora. Multiplica y suma casi como si respirara: son 430 pesos, son 720, 550, 1.600, va vociferando y recibiendo los dineros. Y qué decir de los vueltos. Le entregan un billete de cinco mil y sin detenerse -jamás se detiene a sacar una cuenta- entrega el vuelto perfecto. Yo la he tratado de confundir, pero no lo he logrado. Le paso billetes grandes para precios pequeños, y nada. El vuelto viene redondo.
Bruno, mientras me atiende la abuela supersónica, se tira sobre un banco que sirve para la espera. Se estira como si se tratara de un box spring cuando no es más que un tablón desvencijado instalado sobre dos piedras cuadriculares. Aprovecha de dormitar los últimos segundos.
Salimos tomados de la mano. Él dice: “¿ves papá que es el negocio de la H?” Alzo mi vista en la dirección que apunta su pequeña mano y caigo en razón. El almacén está ubicado al lado de un hotel parejero que, como señal para los ardientes de paso, exhibe una H de Hotel u Hostal, atrapada en un círculo, todo de neón.
Y como jamás quiere comprar nada y contra su voluntad algo se lleva, Bruno sentencia: “Por eso este negocio es el de la maldición de la 'H', que será la segunda parte de mi saga sobre Las Maldiciones”.

TERCERA PARTE Y FINAL. LA MALDICIÓN DE LAS HORMIGAS

Las hormigas siempre han sido admiradas por todos aquellos que defienden proyectos sociales en donde las masas están por sobre los individuos. El sacrificio por los demás. La supresión del yo. Los sueños de todos. El pueblo unido jamás será vencido ni aplastado.
Y un día llegamos con Christian, Bruno y Paola hasta nuestra casa. Yo ordenaba los bolsos desparramados por todos, con mi acostumbrada obsesión de que todo en el mundo tiene su lugar. Paola guardaba en el refrigerador los productos que requerían congelarse. Bruno y Christian sacaban la pelota para comenzar “el partido a muerte”.
De pronto, Bruno reparó en una columna de hormigas que iban desde la puerta de calle, cruzaban por la entrada, pasaban por el medio del living, la biblioteca, el comedor, la cocina y cortaban el patio trasero con su impecable cadena, para proseguir hasta el infinito.
Paola, sedienta de sangre de insectos y enemiga de toda confabulación colectivista, tomó casi con placer el insecticida bañando la columna que, al impacto del mortal rocío, comenzó a romper filas mientras sus componentes tiritaban, babeaban y morían despachurrados. 
Luego vino el escobillón. Los apilados cadáveres de las hormigas parecían una copia en miniatura de esas espeluznantes fotos que daban muestra de los cientos de cuerpos de judíos asesinados por los nazis, encontrados en fosas clandestinas y no tanto. De la pala al tarro de la basura. Luego, como si allí no hubiese pasado la obediente y sacrificada columna de un batallón de hormigas, Paola esparció líquido poett.
Eran las ocho de la noche. Hora de Los Simpson. Nos instalamos frente al televisor apertrechados de café, yogurt y cereales. De pronto Bruno dijo: “miren, de nuevo las hormigas”.  Y ahí estaban. Como si nada hubiese ocurrido. Como si ningún chaparrón de gigantes las pisoteara. En el mismo lugar que antes. La Columna, vigorosa, eufórica, cantando (“hi ho, hi ho, vamos a trabajar”), haciendo burla del insecticida, el escobillón, la pala y el poett. A Paola se le desencajó el rostro de rabia. A mí se me soltó una muela de admiración.
Fuimos al inicio y luego al final de la hilera, tratando de entender qué seguían. No obtuvimos explicación (no había ni un pedazo de azúcar abandonado, el esqueleto de un insecto mayor en descomposición entre las patas de una silla, el hueso de pollo mal tirado al costado del refrigerador).
Paola dijo: “estos malditos comunistas no me vencerán”. Se repitió la operación exterminio, pero esta vez el insecticida fue esparcido en doble cantidad, los escobillonazos no se limitaban a barrer, sino que además a golpear. La pala se transformó en una retroexcavadora. Todos aullábamos en éxtasis homicida: “nos veremos en el infierno, queridas amigas”.
Pero nada. La Columna emergió por tercera y cuarta vez. Por quinta y sexta. Resucitaban. Donde hubo una, ahora caminaban cinco. Paola cayó rendida. Los niños se durmieron. Yo me serví un vaso de ron con hielo, mientras me rascaba interrogativo la barriga.
          A la mañana siguiente, Bruno divisó la impecable línea negra que no aceptó someterse al holocausto de los humanos. Entonces el joven realizador dijo: “esa será la tercera parte y final: La Maldición de las Hormigas”.

lunes, 22 de agosto de 2011

PATOS MALOS Y ALABADO SEA EL PULENTO (relato)


Yo era ladrón y cogotero
Y el Señor me transformó
(canto de la Iglesia Pentecostal)

         Recuerdo que siendo niño un amigo le decía “patos malos” a los volados de la pobla. Aunque en mi casa no habían volados y por lo tanto no tenía referentes cercanos para saber si existía una sinonimia entre mariguanero y delincuente, siempre me pareció odiosa la asociación, básicamente porque a muchos de esos volados yo los conocía y sabía que no eran patos malos. También pensaba (cuando pequeño me gustaba tratar de entender las palabras) en la expresión “patos malos”. ¿Qué quería decir exactamente? Supuse ingenuamente que hacía referencia a la familia del “Pato Colocho”, un neoprenero de la cuadra adyacente que blandía el cortaplumas como supongo un capo guerrero medieval manejó la espada. Pero supuse mal toda vez que con el tiempo me fui enterando que la expresión “pato malo” se usaba  en toda la comuna y se extendía a todo el territorio patrio. Hasta hoy no sé de dónde proviene la expresión “pato malo”, aunque sí parece indicar a los ladrones de poca monta, cogoteros aperados con cuchillos hechizos y que atacan por lo general a gente pobre, viejitos jubilados o ciegos. No se le dice Pato Malo a un estafador, por ejemplo; tampoco se le dice Pato Malo a un empresario  especulador que se los caga a todos. Pato Malo es un delincuente de menor estofa que no tirita en amenazar a sus víctimas con un daño corporal (te boy a rajarte el paño) o incluso con la vida (te boy a matate).
         Mi hijo Christian también hacía la asociación de la droga con la delincuencia. Un día quedó pa’ dentro cuando le conté que yo y algunos de mis pulcros amigotes disfrutaban de los manjares extraídos de la cannabis. Incluso me miró de pies a cabeza como tratando de encontrar mi cortaplumas o quizá reafirmó lo que desde un principio sospechaba: mi padre está rodeado por una cofradía de rufianes.
         Pero bien. Quiero ir a otra cosa. He probado muchas cosas malulas. La mariguansa, el copete, pastillas de muchos colores y tamaños, pasta base, cocaína, entre otras exquisiteces, lo que no expreso con orgullo pero tampoco con vergüenza. Las drogas y el alcohol muchas veces han funcionado en una doble estampida: permitirte una comunión en la que encuentras a las personas en un pliegue humano que no alcanza la sobriedad; y -por otro- el rollo con uno mismo: te salen aspectos que las capas y capas de formalismos y racionalismos te dejan enterradas a más de 700 metros (por usar un guarismo y una expresión actual, mediática), encontrándote con un ser desnudo, medio tiritón, miedoso, que empiezas a conocer y que de otra forma habría quedado atrapado en las profundidades terrícolas. Continúo: he probado muchas cosas y tal vez a los ojos de muchos, o usando una expresión nietzschiana, a los ojos de la moralina imperante, he sido etiquetado como Pato Malo.
         Pero me gustan los Patos Malos. Son como los forajidos en las películas de cow-boy pero con la vestimenta del tercermundismo sudamericano, más la marginalidad de la pobla citadina chilensis. El Pato Malo busca sobrevivir aferrado a su bolsa de “neoplén”, y armado siempre con el más cazurro de los cuchillos. Los Patos Malos de ayer (puedo mencionar al Tarzán, el Cotelo o todos los integrantes de la familia Los Peñailillo) no actuaban en pandilla, sino que solitos enfrentaban su destino hampón, regalando por lo general como espectáculo a los niños que los observábamos desde la ventana, el mapa afiebrado de los cortes en sus estómagos, fruto de tantas peleas callejeras en las que resultaron victoriosos, pero magullados. De hecho, fueron los forjadores de avenidas con hileras de animitas, diminutas casas levantadas para no olvidar sus triunfos. Yo quise ser ladrón y cogotero, pero el señor me transformó.
         Es raro el Señor. Por ejemplo, el Pato Colocho y todos esos héroes de la pobla no ganaron siempre. En algún momento fueron derrotados. Y ser derrotados significó que un estoque o un cuchillo hechizo les dio muerte. Ante esa circunstancia, por cada uno de estos villanos de la miseria se erigió una animita que vino a parapetarse junto a las de sus víctimas. Nadie los lloró, pero tampoco nadie festejó. Murieron en la calle, desangrándose en espera de una ambulancia que todos sabíamos jamás llegaría. Mi hermano recuerda a uno que ante su final exclamó: “mamita, me mataron”.
Pero es raro el Señor. No deja comunicarse con ellos -los Patos Malos caídos- como lo hacía Simba con su padre el Rey León. Pero el Muy Maricón no se queda ahí, como bien lo dijo el obispo bautista el miércoles pasado, tampoco deja que los muertos (el Rey León, para seguir con el ejemplo) pueda comunicarse con nosotros (Simba). Es decir, Él es una especie de Corredor, pero no de propiedades sino de Comunicaciones, que ejerce el monopolio conversacional de los vivos con los difuntos.
         Luego de estas reflexiones teológicas, cabe preguntarse: ¿Puede el Señor transformar una vida? Respondemos: quién sabe. Hay muchas especulaciones de que sí se puede y otros dicen que no, que cómo se les ocurre. Yo no sé de estas cosas y como decía Wittgenstein, de lo que no se sabe mejor no hay que hablar. Lo que sí sé es que los Patos Malos murieron en su ley de hierro, y que no renunciaron nunca a su régimen de terror, a sus batallas a chuzasos, a su bolsita de neoplén, a su apropiación violenta y de frente (no eran lanzas). No fueron el ladrón que se arrepiente a un costado del Jesús crucificado.
         Y el obispo lo dijo: saldrán desde sus tumbas, con sus guatas pintarrajeadas de cicatrices y sus iris a punto de estallar, y en el apocalipsis, caminando cual video Thriller, todos los Patos Malos al unísono gritarán: te boy a matate.

15 de septiembre, un día previo al viaje hacia Illapel.

jueves, 18 de agosto de 2011

HERMODORO, EL PULPO PAUL Y EL PRINCIPITO (relato)


HERMODORO HABLANDO, EL PULPO PAUL ASESINADO,
Y EL PRÍNCIPITO QUE REVOLOTEA PARA COMBATIR LA TRISTEZA

“Y volvió con el zorro:
- Adiós – dijo...
- Adiós – dijo el zorro. – Aquí está mi secreto. Es muy simple: sólo se ve bien con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.
- Lo esencial es invisible a los ojos – repitió el principito a fin de recordarlo.
- Es el tiempo que has perdido en tu rosa lo que hace a tu rosa tan importante.
- Es el tiempo que he perdido en mi rosa... – dijo el principito a fin de recordarlo.
- Los hombres han olvidado esta verdad – dijo el zorro. – Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado. Eres responsable de tu rosa...
- Soy responsable de mi rosa... - repitió el principito a fin de recordarlo.
(El Principito, Capítulo XXI, Antoine de Saint-Exupery)

I.             HERMODORO

Últimamente, cada vez que escucho una canción que me gusta, una frase que me interesa, o se me ocurre algo que no deseo perder, lo apunto, pues sé que al día siguiente todo se me olvidará. Ebrio o cansado, todo se me olvida. Hermodoro Pacheco dice que tanto mi libreta que lucha contra el olvido como los dolores crónicos en mi pierna izquierda, son los primeros síntomas de una edad que va desde los cuarenta hasta el ataúd. Estamos en un bar. Libamos. Hermodoro Pacheco es mi amigo.
“Hombres y mujeres paridos con dolor no podrán jamás construir una sociedad feliz”, me dice Hermodoro, con la pronunciación pesada que denuncia su incipiente borrachera. El milagro se ha producido. Mi buen compipa ha caído en la trampa. La frase me agrada y raudamente la anoto en mi libreta que lleva estampada a La Pelá en su portada. Hermodoro, al inicio de cada alcohólica jornada, dice demasiadas cosas interesantes que debo registrar en mi libreta. Yo le doy la dosis para que se explaye. El truco no falla. El problema viene después. El problema siempre viene después.
Y es que Hermodoro invariablemente ahonda su embriaguez y da comienzo a su segundo discurso que tiene como principal protagonista a los órganos sexuales. Esta segunda etapa, a su vez se divide en dos. En la parte A, Hermodoro es gracioso hablando de sexo porque mezcla cacha, pico, poto, choro, cochayuyo, con pesadas reflexiones acerca del tiempo, la muerte, el amor y el placer. Es una fusión de un humorista callejero con el mismísimo Jean Paul Sartre. En la parte B de esta segunda etapa toda su chispa decae. Es una larga perorata procaz y autoflagelante. Hermodoro habla de sus fracasos y se representa como el más desgraciado de los seres humanos que hayan habitado la tierra en todo lugar y en toda época. Hay llanto. Hay amenazas de suicidios (un día en que yo también estaba borracho, me harté. Le dije: “¡mátate de una vez poh, weón!”. Al día siguiente me arrepentí. Lo llamé para pedirle disculpas y me enteré por su hermano que estaba internado en la UTI con un cargamento de pastillas en la guata, que iban desde tranquilizantes hasta aspirinas y pastillas de carbón). Cada vez que llegamos a esta fase, yo cierro mi libreta y comienzo la larga y extenuante travesía de sacarlo del local y llevarlo sostenido para tomar un taxi. Él se niega a salir. Insiste en ingresar a otro barucho. No entramos. Si logro subirlo a un taxi, él a menudo se baja a mitad de camino, exponiéndose a todos los malandrines que hay en esta ciudad infecta. De hecho muchas veces ha sido víctima de robos y golpizas. Todo esto es un proceso embarazoso y desagradable que dura mínimo un par de horas. Sin embargo, cuando en el viaje hacia mi casa reviso la libreta que tiene a La Pelá en la portada y encuentro las reflexiones de Hermodoro garabateadas y rescatadas del olvido, siento que todo valió la pena.

II.           EL PULPO PAUL ASESINADO (UN RELATO DE HERMODORO)

Hermodoro Pacheco me relató una historia que quería escribir. Se trata de un pulpo que lograba adivinar el futuro. El cefalópodo se aprestaba a realizar su predicción más trascendente. Ya había augurado resultados futbolísticos, catástrofes naturales, la cura del sida y el encarcelamiento de un famoso animador por fraude a una obra benéfica. Hermodoro le llama Paul al pulpo, en honor al también célebre bajista de Los Beatles.
El día del evento, del anuncio,  se instala una enorme caja de cristal con agua. Hay una especie de escenario marino. Hay un podio. Hay expectación mundial. El octópodo aparece y se instala frente a un micrófono acuático, diseñado especialmente para él. Frente al molusco, tras el vidrio, están apostados un ramillete de periodistas de todas las lenguas, razas y culturas. El Pulpo golpeó el micrófono y dijo: “aló, aló, ¿me escuchan?”. Yes, sí, oui, ya, da, nici, shi, le contestaron en los más diversos idiomas. Paul dice: “bien, tengo un anuncio tremendamente importante que comunicarles. Lamento decirles que son muy malas noticias. En cinco años más, China…” Velozmente un periodista cantonés presente se comunica vía celular con un miembro permanente del buró político nipón. Éste a su vez llama a un miembro del Comité Central. El miembro del Comité Central se comunica con el Secretario General. El mensaje que se transmiten es uno solo: “El pulpo dijo China”. Toda esta comunicación demora tres segundos. El Secretario General le dice al miembro del Comité Central: “que actúe”. El miembro del Comité Central le dice al Miembro Permanente del Buró Político “que actúe”. El Miembro Permanente del Buró Político le dice al periodista cantonés presente en la conferencia: “actúa”. Toda esta comunicación demora dos segundos y medio. El periodista cantonés extrae una sofisticada máquina que asemeja a un combo y la deja caer pesadamente contra el vidrio. El vidrio se rompe. El agua cae sobre los periodistas. El pulpo queda en el piso como si se tratara de un trapero viejo. El nipón, empapado, extrae ahora una más sofisticada herramienta que asemeja a un machete. Con todas sus fuerzas lanza tres golpes hacia cada uno de los corazones del adivinador subacuático. Sin embargo su tercer golpe se frustra ante la rápida reacción de un camarógrafo mauritano que parece chimpancé. Ante la valiente reacción, reducen al chino una serie de manos y puntapiés de todos los colores de la tierra, en un espontáneo gesto de unificación de la violencia mundial en favor de la vida animal y las artes presagiadoras. Una periodista eslovena recoge al molusco sin importarle la sangre, la tinta de autodefensa y las vísceras que se desprenden de su cuerpo degollado. Sumerge al desfallecido entre sus redondos pechos blancos y los fotógrafos no saben si apuntar con sus flashes a Paul o a las rosadas tetas. Un periodista gay australiano exclama: “El Pulpo va a morir, que entregue pronto el mensaje”. ¡Yes, sí, oui, ya, da, nici, shi, que entregue el mensaje!, dicen todos. El pulpo va a hablar. La televisión transmite en directo. Paul exclama: “chino culiao, me cagaste”, y muere.

III.         Y EL PRINCIPITO REVOLOTEANDO

“Es tan misterioso el país de las lágrimas”, dice el Hombre cuando ve llorar al Principito, en el célebre relato de Antoine de Saint-Exupery. El Hombre no sabe cómo consolarlo: le indica al Principito que su flor no corre peligro, le promete que dibujará un bozal para que el cordero no coma la flor o una armadura para que la flor se encuentre a resguardo. Yo repito esa frase ("es misterioso el país de las lagrimas"), cada vez que veo llorar a Hermodoro Pacheco en un bar en donde se supone estamos celebrando la alegría, la amistad, el cariño y la admiración.
La tristeza es una pérdida de tiempo, decía Facundo Cabral. La tristeza es una oportunidad, dice don Lucho Castro.  A mí no me gusta la tristeza, pero al parecer resulta difícil evitarla. Habitamos en ella; salimos de ella; entramos para salir; volvemos a ella.
Y está por supuesto el angustiante tema de la memoria. Yo anotaba en mi libreta, y sin embargo un ladronzuelo se la llevó. Lo más seguro es que la botó enrabiado. De qué le sirven títulos de canciones, frases sueltas (como “el muerto dice: no entiendo esta putrefacción”), direcciones de páginas web, planificaciones de ensayos. El ladronzuelo buscaba algo para vender y halló en su triste botín, además de la libreta, una corbata adquirida en la calle, un celular que parecía sacado de una película de Chaplin (“El Circo”) y un lápiz bic. Yo olvidaré casi todo lo que allí apunté. Perdí dibujos de cuando Christian tenía tres años (la libreta era antigua. La rescaté desde una caja oculta en un armario). Y claro, la pérdida de esa memoria sujeta, provoca tristeza o algo muy parecido.
La tristeza y la superación de la tristeza, quizá sea ése un hermoso péndulo de la vida.
Ante esta tristeza, revolotea el Principito diciendo: “Cuando te hayas consolado (siempre acaba uno consolándose) estarás contento de haberme conocido. Seguirás siendo mi amigo y tendrás ganas de reír conmigo. Algunas veces abrirás tu ventana sólo por placer y tus amigos quedarán asombrados de verte reír mirando al cielo. Tú les explicarás: ‘Las estrellas me hacen reír siempre’. Y te creerán loco.” Lo dice casi en su despedida. Luego recibió un relámpago amarillo, cayó suavemente y desapareció rumbo a su planeta. En resumen, la tristeza, la memoria, la amistad. La tristeza.