viernes, 30 de septiembre de 2011

LA TRILOGÍA DE BRUNO (relato)




       Bruno, con sus seis años a cuestas, es hijo de la era de las sagas cinematográficas: Los Piratas del Caribe I, II, III y la insoportable y reciente IV parte (vomitable, salvo por Penélope Cruz); Star Wars; La Era del Hielo; Shrek; por citar algunas. Son películas en donde más que el arte, prima la entretención. La explosión inmediata por sobre la delicada belleza. En ese espíritu, Bruno ha ido preparando sus propias “entregas”. Una de sus epopeyas más memorables que ha ideado (pues tiene varias) son las de “Las Maldiciones”, que tratan de esa especie de mandatos del destino a los que los mortales no se nos permite huir, sino acatar. Las tres partes hasta ahora proyectadas encuentran sus bases en historias domésticas.   
       He aquí una breve reseña del origen de cada una de ellas.

PRIMERA PARTE. LA MALDICIÓN DEL PERRITO


          Bruno ha proyectado esta película desde hace un año, quizá. Está basada en una historia contada por este cronista (el padre), aderezada por su madre (testigo), proyectada como novela prima por su hermano de 12 (Christian) e imaginada por el pequeño director como la primera parte de la trilogía de “Las Maldiciones”.
         La historia real y deformada en el tiempo habla de un encuentro quizá en el ‘95 en el patio de una misteriosa casa de la calle Alberdi, en la comuna de Quinta Normal. En esta morada vivía Leo Fernández Madariaga junto a unos doce gatos. Era Leo en ese entonces un pobre profesor de filosofía, poeta metalero, anarquista y satánico, mariguanero de tiempo completo, onanista también de tiempo completo a falta de hembra que soportara su penetrante hedor de axila.
         Leo, alias el Lechuga, es visitado en la oportunidad descrita por este escribano junto a su angelical novia de nombre Paola, que con los años se transformaría en su esposa. Luego del saludo de rigor, se dirigen los tres, contentos, al final del patio de la vivienda con el objeto de disfrutar de la calidez de una noche primaveral, la fragancia de unos pitos (Lechuga era traficante de medio tiempo) y de la frescura de un vino Gato export que seguramente fue donado por este servidor.
         Es preciso detenerse aquí para decir que la casa de Alberdi, la casa de los gatos, estaba compuesta por una vieja casona del casquete antiguo de la comuna, sin antejardín, con encielados altos, puertas para gigantes y piso de madera, y un extenso patio de tierra y árboles al que llamábamos “el bosque”. En este domicilio era común presenciar extraños hechos que podrían caratularse como “paranormales”. Como casos, podemos citar la pérdida de objetos (“pero si recién el encendedor lo tenía sobre la mesa”), el abrir y cerrar de puertas sin motor humano (“¿quién cerró la puerta?, ¿fue el viento?”). Lindaba en lo espeluznante observar a la docena de mininos que movían coordinadamente sus cabezas dirigiendo aterrados sus miradas a un punto en el que nosotros, pobres mortales, nada lográbamos divisar (“cáchate los gatos”).
     Vuelvo al relato. Paola y este narrador, sentados en el suelo terroso, apoyábamos nuestras espaldas en la pared final de la propiedad. Leo, de frente, bebía y fumaba en posición de Buda. Hablábamos de la llegada de la primavera. “El solcito, qué rico”, exclamaba nuestro hospedador. En ese momento, a las espaldas del Lechuga, un perro negro, macizo y grande, aparece. Miramos al can pensando en la extraña adquisición, atendida la enorme población felina del inmueble. Nos sorprendimos ya que es sabido las hondas disputas históricas que perros y gatos mantienen, sin acercamientos ni treguas para la reconciliación perruna-gatuna. “¿Y cuándo trajiste a ese perro?”, le pregunté. Entonces Leo gira su cabeza, ve al animal, y con expresión de sorpresa y miedo, dice: “¡y ese perro, weón!”. Se para. La bestia se aleja. Lechuga lo busca en el patio y no lo encuentra. Ahí supimos que la oscura fiera no era de su dominio ni estaba invitada a la tertulia. Leo se fue hacia la casa en persecución del intruso.
         La vivienda de Alberdi no contaba con entradas a los costados. Allí, además de paredes altas, se erguían los techos de las casas vecinas. Es decir, era imposible que el perro ingresara por alguna de las fronteras laterales. Por atrás, además de una pared alta, estaba Paola y este cronista, que nunca divisaron a un cuadrúpedo azafrán brincando cuatro metros para caer al patio, con la correspondiente quebrazón de sus patas delanteras. Por último, hacia delante se alzaba la misteriosa construcción, lugar que se encontraba cerrado tanto desde su puerta principal como la del fondo. En síntesis, la única lógica ilógica explicación es que el perro había aparecido.
         Nuestro anfitrión regresó. Venía sudoroso. Parecía incluso más envejecido. Su pestilencia sobacal se había extremado. Los ojos chicos de tanta mariguansa mutaron a siderales ojos de cómic japonés. Dijo: “no encontré al perro. Le pregunté a la vieja de al lado y me contó que hace unos diez años una quinceañera se ahorcó aquí. La difunta tenía un perro negro, macizo y grande como mascota. El perro también murió, atropellado, unos meses después, pero es común que el fantasma de él se aparezca en el patio”. Quedamos en silencio, perplejos, sorprendidos. Nosotros, agnósticos por malformación política, habíamos sido testigos de la presencia de un inorgánico ser, prueba visible de un mundo desconocido y paralelo. ¿Querría decirnos algo el espectro canino? Quizá. La niña no se suicidó, sino que la mataron. La niña se suicidó, pero fue llevada a ello al no poder soportar la agresión sexual de su abuelo. La niña y el perro eran amantes, pero el mundo jamás comprendería esa pasión entre especies. Todas las hipótesis quedaban abiertas.
         Esta historia del perro fantasma, con el tiempo ha sido relatada por este redactor en cuanta bacanal le brindó la oportunidad. La presencia de alcohol y drogas o la necesidad de ganar la atención de un auditorio casual y suspicaz, lo ha llevado a deformar el contenido. El perro nos habló. El perro nos indicó con su cola que lo siguiéramos hasta un desconocido subterráneo en donde yacían los restos de la niña ahorcada. El perro restregó la tierra hasta dar con una carta en donde la niña explicaba la verdad de su suicidio. La niña no era una niña sino niño y quiso morir con su secreto. El perro no era perro sino una rata gigante. La niña era hija del diablo. Charlatanería. El ego por sobre la verdad. Pero lo que se contó ahora es la historia real. La historia que conocieron Christian y Bruno en diciembre pasado en base a los hechos que este articulista y su consorte presenciaron.
         Christian dijo que recogería el episodio para armar su primera novela. Que durante el verano dedicaría la totalidad de su tiempo libre en escribirla. Sin embargo el playstation, el fútbol y el largo dormir, hicieron que a la llegada del mes de marzo no naciera ni una misrable línea desde su mano.
          Christian y Bruno, eso sí, han cultivado la cultura perruna, al punto de tener un saludo canino (en donde ambos, a cuatro patas en el suelo, se huelen los traseros e imitan una meada callejera de quiltro), y fundaron la Agrupación Internacional de Personas que se creen Perritos.
         Bruno permanece con su idea: La Maldición del Perrito abrirá su Trilogía de Las Maldiciones.

SEGUNDA PARTE. LA MALDICIÓN DE LA H


         Bruno jamás quiere una colación. Vamos a diario en el vehículo que nos lleva por la mañana hasta su escuela y el diálogo siempre es el mismo: “Bruno, ¿qué vas a querer? ¿Un chocman, un cereal de chocolate, un tkch?”. Bruno, semidormido, contesta: “con la bebida me alcanza para los dos recreos. No quiero nada”. Y luego: es que tienes que comer algo. Es que con la bebida me basta. Es que tu mamá dijo. Es que no quiero. Y así. Finalmente todo termina en un pacto: compraremos algo para comer y lo guardaremos en la mochila. Si le da apetito, lo saca y lo come; si no, lo guarda para el día siguiente. Así hasta la bajada.
Yo siempre, previo a ingresar al colegio, paso al local que se encuentra en la esquina. Bruno lo llamó por meses “el negocio de la H”. Siempre pensé que era por la forma de la entrada de la casa estilo Barrio Brasil en la que se inserta el boliche, pues tiene la forma de esa letra. Después comprendí que no. Que nada que ver.
En esas mañanas, Bruno siempre está más dormido que despierto. Yo lo incito a realizar ejercicios para dejar atrás el sueño. “Corriendo hasta la esquina”, digo y él, de malas ganas, corre. Es la carrera de un sonámbulo. “Subiendo las rejas hasta el almacén”. Debo parecer uno de esos jefes de patrullas militares. Pero palabra que lo hago con cariño. “Saltando las líneas de las veredas”. “El conejo saltarín”. “La pulga eléctrica”.
Casi siempre el negocio en donde compramos su colación es atendido por lo que llamamos “una abuela cósmica” (digo “casi siempre”, pues la última vez estaba su hijo, que también era re-viejo). Y es que se trata de una anciana de quizá ochenta años, enfrentada a unos treinta energúmenos a la vez, que le piden chicles, negritas, super 8, kapos, bebidas, cartulinas, papel lustre, lápiz de pasta, lápices de colores. Ella siempre con la misma e imperturbable sonrisa, entrega la mercancía con velocidad adolescente y lanza a voz en cuello los precios. Jamás la he visto utilizar una calculadora. Multiplica y suma casi como si respirara: son 430 pesos, son 720, 550, 1.600, va vociferando y recibiendo los dineros. Y qué decir de los vueltos. Le entregan un billete de cinco mil y sin detenerse -jamás se detiene a sacar una cuenta- entrega el vuelto perfecto. Yo la he tratado de confundir, pero no lo he logrado. Le paso billetes grandes para precios pequeños, y nada. El vuelto viene redondo.
Bruno, mientras me atiende la abuela supersónica, se tira sobre un banco que sirve para la espera. Se estira como si se tratara de un box spring cuando no es más que un tablón desvencijado instalado sobre dos piedras cuadriculares. Aprovecha de dormitar los últimos segundos.
Salimos tomados de la mano. Él dice: “¿ves papá que es el negocio de la H?” Alzo mi vista en la dirección que apunta su pequeña mano y caigo en razón. El almacén está ubicado al lado de un hotel parejero que, como señal para los ardientes de paso, exhibe una H de Hotel u Hostal, atrapada en un círculo, todo de neón.
Y como jamás quiere comprar nada y contra su voluntad algo se lleva, Bruno sentencia: “Por eso este negocio es el de la maldición de la 'H', que será la segunda parte de mi saga sobre Las Maldiciones”.

TERCERA PARTE Y FINAL. LA MALDICIÓN DE LAS HORMIGAS

Las hormigas siempre han sido admiradas por todos aquellos que defienden proyectos sociales en donde las masas están por sobre los individuos. El sacrificio por los demás. La supresión del yo. Los sueños de todos. El pueblo unido jamás será vencido ni aplastado.
Y un día llegamos con Christian, Bruno y Paola hasta nuestra casa. Yo ordenaba los bolsos desparramados por todos, con mi acostumbrada obsesión de que todo en el mundo tiene su lugar. Paola guardaba en el refrigerador los productos que requerían congelarse. Bruno y Christian sacaban la pelota para comenzar “el partido a muerte”.
De pronto, Bruno reparó en una columna de hormigas que iban desde la puerta de calle, cruzaban por la entrada, pasaban por el medio del living, la biblioteca, el comedor, la cocina y cortaban el patio trasero con su impecable cadena, para proseguir hasta el infinito.
Paola, sedienta de sangre de insectos y enemiga de toda confabulación colectivista, tomó casi con placer el insecticida bañando la columna que, al impacto del mortal rocío, comenzó a romper filas mientras sus componentes tiritaban, babeaban y morían despachurrados. 
Luego vino el escobillón. Los apilados cadáveres de las hormigas parecían una copia en miniatura de esas espeluznantes fotos que daban muestra de los cientos de cuerpos de judíos asesinados por los nazis, encontrados en fosas clandestinas y no tanto. De la pala al tarro de la basura. Luego, como si allí no hubiese pasado la obediente y sacrificada columna de un batallón de hormigas, Paola esparció líquido poett.
Eran las ocho de la noche. Hora de Los Simpson. Nos instalamos frente al televisor apertrechados de café, yogurt y cereales. De pronto Bruno dijo: “miren, de nuevo las hormigas”.  Y ahí estaban. Como si nada hubiese ocurrido. Como si ningún chaparrón de gigantes las pisoteara. En el mismo lugar que antes. La Columna, vigorosa, eufórica, cantando (“hi ho, hi ho, vamos a trabajar”), haciendo burla del insecticida, el escobillón, la pala y el poett. A Paola se le desencajó el rostro de rabia. A mí se me soltó una muela de admiración.
Fuimos al inicio y luego al final de la hilera, tratando de entender qué seguían. No obtuvimos explicación (no había ni un pedazo de azúcar abandonado, el esqueleto de un insecto mayor en descomposición entre las patas de una silla, el hueso de pollo mal tirado al costado del refrigerador).
Paola dijo: “estos malditos comunistas no me vencerán”. Se repitió la operación exterminio, pero esta vez el insecticida fue esparcido en doble cantidad, los escobillonazos no se limitaban a barrer, sino que además a golpear. La pala se transformó en una retroexcavadora. Todos aullábamos en éxtasis homicida: “nos veremos en el infierno, queridas amigas”.
Pero nada. La Columna emergió por tercera y cuarta vez. Por quinta y sexta. Resucitaban. Donde hubo una, ahora caminaban cinco. Paola cayó rendida. Los niños se durmieron. Yo me serví un vaso de ron con hielo, mientras me rascaba interrogativo la barriga.
          A la mañana siguiente, Bruno divisó la impecable línea negra que no aceptó someterse al holocausto de los humanos. Entonces el joven realizador dijo: “esa será la tercera parte y final: La Maldición de las Hormigas”.