miércoles, 18 de mayo de 2011

LAS PALABRAS (crónica)

1.      Poetas, narradores, solitarios paranoicos

Hay quienes en una palabra intentan resumir una vida. Son los poetas.
Otros intentan en unas cuantas palabras crear un mundo. Son los narradores.
Hay también aquellos que parlotean hasta las cinco de la mañana con un miedo terrible a tropezar con la mudez y caer en el silencio. Ese silencio que te enfrenta. Y no sólo el silencio, pues el silencio es el inicio del vacío, vacío que puede ser llenado por el interlocutor, el curadito que acompaña, que bombardea y contraataca a través de la pregunta más filosa y abismante: esa pregunta que no habla de fútbol ni de nalgas ni labores. Pregunta por ti. Por ti que has tenido tiempo para todo pero nunca para ti. Por ti que te duermes cansado y jamás te desvelas pensando en ti. Por ti que escapas de ti. Tú: ese barrial analfabeto, afásico, afónico, cuadripléjico, que sonríe. Y claro, para evitar esta embestida, ese enfrentamiento, nuestro personaje habla y habla. Ésos son los solitarios paranoicos.

2.      Palabras, pensamientos

Las palabras vienen a nosotros de manera forzosa a vestir el pensamiento, a establecer una frontera entre lo que no es posible pensar y explorar, y una zona inhabitable e infértil donde no es posible decir. Más acá está el mundo verbalizado sobre el cual construir y habitar un mundo humano; más allá, la selva y el fin del mar que lleva al país de los Basiliscos, el Cabeza de Chancho y el Cuco. Y claro, hay poetas que sufren en la fundada sospecha de que el lenguaje no alcanza. Que con unas 458.000 palabritas más la cosa habría andado mejor. Y también hay narradores que sufren en la constatación de que las palabras son infinitas. Que cómo vamos a parir un planeta si hay infinitas maneras de decirlo. Que todo país parece villa, y todo universo asemeja a una rutina de pueblo, a la hora de dar arquitectura al relato. Y están, por último, los madrugadores verborreicos que no se hacen problemas, y que con toda calma entremezclan en seiscientas palabras la delgada visión de mundo que se condensa y se arruga como un globo averiado, y qué.
Dice Galeano que decía Onetti que la única palabra importante es la palabra que supera al silencio. Pero eso no es cierto: uno dice, escucha y escribe tanta cosa que quizá casi todo lo dicho sea peor que el silencio. Basta pararse cinco minutos en un ventanal céntrico para constatar que todos hablan y hablan, y negocian, y se ordenan, y se acarician, en un enjambre de palabras que casi nunca llega a alguna parte. Quizá sean “las palabras que no se quedaron” y que “flotan eternas como prisioneras de un ventarrón”, vertidas en los hermosos versos que escuchábamos cuando cabros, tragando ese misterio de las voces que corren como un ganado desbocado, o como un mar arrasando una ciudad de piedra, para colocar una imagen actual. “¿ A dónde van?, ¿acaso se van?”, ¿vuelven?.
Y el pensamiento se encarcela. Las palabras son su instrumento a la vez que su contenido. El pensamiento intenta desbordarlo, pero no encuentra el cómo ni el dónde. Estamos detenidos en el enjambre de los verbos y divisamos esa ventanilla con protecciones que nos tienta a un mundo deslenguado.
Así como los huesos y la sangre, las uñas y la carne, las palabras vienen a incorporarse a nuestra bestialidad verbal corporeizada. Incluso algunos llegaron a postular que el hombre es el animal que tiene lenguaje, definiendo así tanto al género próximo como la diferencia específica, en el decir de los aristotélicos. Nosotros no creemos en nada de eso, pero no diremos por qué. No diremos nunca por qué. Nos da güergüencha.

3.      El amor como enfermedad del pensamiento y por tanto del lenguaje

El psicólogo clínico inglés Frank Tallis, de la clínica neurológica del King's College, es autor de un libro llamado “Love Sick” (Mal de Amor), que propone la tesis de que el amor es una forma de enfermedad mental incurable. Él dice: "como psicólogo clínico, tengo la impresión de encontrar en esta situación de mal de amor a muchos de mis pacientes. Se iban con diagnósticos oficiales de depresión o disturbios de ansiedad, en circunstancias que estaban enfrentados a un típico cuadro de mal de amor".
Ahora bien, si el amor es una enfermedad que se radica sólo en el pensamiento, puede ser superado a través de una reversión lingüística. En otras palabras, mutan las palabras que dan origen al problema y de paso la enfermedad se extingue. Pero si además el “mal de amor” abarca el funcionamiento físico, molecular, se precisa la intervención de un matasanos que, extirpando el órgano afectado, permita al paciente volver a andar en bicicleta, reír con sus amigotes y hasta mandarse un asado al vidrio, gritando “me siento sano”.
Mal de amor, o como se llame, lo importante es que más allá o más acá de las palabras hay alguien con una nube negra persiguiendo su mollera, que se vuelve odioso en el segundo trago y al que es imprescindible evitar y eliminar como amigo en facebook, para mantener una aparente compostura en una sociedad moderna, capitalista y laica.

4.      Tu palabra me da vida

Cantábamos. Con una vela encendida entre las manos, cantábamos. Con el alma, cantábamos. No sé de un momento en que cantáramos con tanta entrega a lo largo de los buenos y malos años posteriores. Cantábamos con nuestras pecas y nuestra pobreza heredada. “Tu Palabra me da vida, confío en ti Señor; Tu palabra es eterna, en ella esperaré”. Éramos tan chicos.
Y claro, cantábamos a la Palabra del Señor que es Dios mismo en su manifestación más primigenia y profunda. Palabra y Ser Superior se confunden hasta la fusión. Respetar la Palabra y sobre todo entenderla, entrega una Sabiduría que ningún libro de historietas chinas o electromecánica rusa nos podrá dar.
Nos gustaba esa Palabra rara y misteriosa, extraterrestre, tan radicalmente diferente a los gritos de la pichanga callejera o a la vieja llamando a tomar el té de la tarde. Esa Palabra –ahora lo reconocemos: ahora que la única diferencia que vemos entre nosotros y una cucaracha es la conciencia de esta podredumbre que acelera el final infeliz-, esa Palabra nos ensanchó el pecho y nos mutó en seres angelicales, onda Michael London en Highway to Heaven (Camino al Cielo). Mientras cantábamos nuestras miradas se juntaban y veíamos en cada uno de nuestros púberes cuerpos la transparencia como si estuviéramos ante un proyector de rayos “X”.  Parecíamos fantasmas.
Pero el tiempo todo lo colorido lo vuelve gris, y todo lo blando se vuelve piedra: la Palabra pasó a ser un montón de palabras; La Voz del Señor, un discurso cultural creado a través de décadas y, muchas veces, un discurso manejado por los poderosos para mantener a raya a los menesterosos. La magia cedió ante la realpolitik. Dios cayó en la colección de cuentos extraños. La vida fue la vid; el sol, alcohol; la nada, vicio.
Hoy no hay Palabra que dé vida. La poesía aburre en su construcción que, además de la matriz reestrenada, habita en un conglomerado de vocablos que día a día terminan por repetir el mismo ungüento. Y qué decir de la narrativa si ya todo está escrito, salvo esa historia que no puede ser contada, pues transgrede la Frontera del entendimiento y llega al miasma del territorio vacío, en el decir de un viejo poeta que se volvió loco y que en su locura repetía que las palabras lo perseguían para matarlo, y que un día amaneció ahorcado sin cuerda visible, hecho que hasta ahora nadie ha explicado, salvo una vieja sapa y mal alimentada que gritó: “¡Fueron las palabras. Yo vi como le apretaban el cogote!”, pero nadie la escuchó.
Quizá sólo quede como premio de desconsuelo esa bostezada trasnochada, escuchando en un tugurio a un lenguaraz paisano que vomita deportes, tetas y atropellos, y que al primer sosiego de su habilidosa lengua entrega la imperdible oportunidad de lanzarle como una cachetada de payaso la homicida pregunta: “¿y cómo estás tú?”, con el puro ánimo de cagarle la psique al culiao.





¿Sabían que renunció el ex presidente de Costa de Marfil?. En Santiago, todavía hay mucho calor.

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