lunes, 22 de agosto de 2011

PATOS MALOS Y ALABADO SEA EL PULENTO (relato)


Yo era ladrón y cogotero
Y el Señor me transformó
(canto de la Iglesia Pentecostal)

         Recuerdo que siendo niño un amigo le decía “patos malos” a los volados de la pobla. Aunque en mi casa no habían volados y por lo tanto no tenía referentes cercanos para saber si existía una sinonimia entre mariguanero y delincuente, siempre me pareció odiosa la asociación, básicamente porque a muchos de esos volados yo los conocía y sabía que no eran patos malos. También pensaba (cuando pequeño me gustaba tratar de entender las palabras) en la expresión “patos malos”. ¿Qué quería decir exactamente? Supuse ingenuamente que hacía referencia a la familia del “Pato Colocho”, un neoprenero de la cuadra adyacente que blandía el cortaplumas como supongo un capo guerrero medieval manejó la espada. Pero supuse mal toda vez que con el tiempo me fui enterando que la expresión “pato malo” se usaba  en toda la comuna y se extendía a todo el territorio patrio. Hasta hoy no sé de dónde proviene la expresión “pato malo”, aunque sí parece indicar a los ladrones de poca monta, cogoteros aperados con cuchillos hechizos y que atacan por lo general a gente pobre, viejitos jubilados o ciegos. No se le dice Pato Malo a un estafador, por ejemplo; tampoco se le dice Pato Malo a un empresario  especulador que se los caga a todos. Pato Malo es un delincuente de menor estofa que no tirita en amenazar a sus víctimas con un daño corporal (te boy a rajarte el paño) o incluso con la vida (te boy a matate).
         Mi hijo Christian también hacía la asociación de la droga con la delincuencia. Un día quedó pa’ dentro cuando le conté que yo y algunos de mis pulcros amigotes disfrutaban de los manjares extraídos de la cannabis. Incluso me miró de pies a cabeza como tratando de encontrar mi cortaplumas o quizá reafirmó lo que desde un principio sospechaba: mi padre está rodeado por una cofradía de rufianes.
         Pero bien. Quiero ir a otra cosa. He probado muchas cosas malulas. La mariguansa, el copete, pastillas de muchos colores y tamaños, pasta base, cocaína, entre otras exquisiteces, lo que no expreso con orgullo pero tampoco con vergüenza. Las drogas y el alcohol muchas veces han funcionado en una doble estampida: permitirte una comunión en la que encuentras a las personas en un pliegue humano que no alcanza la sobriedad; y -por otro- el rollo con uno mismo: te salen aspectos que las capas y capas de formalismos y racionalismos te dejan enterradas a más de 700 metros (por usar un guarismo y una expresión actual, mediática), encontrándote con un ser desnudo, medio tiritón, miedoso, que empiezas a conocer y que de otra forma habría quedado atrapado en las profundidades terrícolas. Continúo: he probado muchas cosas y tal vez a los ojos de muchos, o usando una expresión nietzschiana, a los ojos de la moralina imperante, he sido etiquetado como Pato Malo.
         Pero me gustan los Patos Malos. Son como los forajidos en las películas de cow-boy pero con la vestimenta del tercermundismo sudamericano, más la marginalidad de la pobla citadina chilensis. El Pato Malo busca sobrevivir aferrado a su bolsa de “neoplén”, y armado siempre con el más cazurro de los cuchillos. Los Patos Malos de ayer (puedo mencionar al Tarzán, el Cotelo o todos los integrantes de la familia Los Peñailillo) no actuaban en pandilla, sino que solitos enfrentaban su destino hampón, regalando por lo general como espectáculo a los niños que los observábamos desde la ventana, el mapa afiebrado de los cortes en sus estómagos, fruto de tantas peleas callejeras en las que resultaron victoriosos, pero magullados. De hecho, fueron los forjadores de avenidas con hileras de animitas, diminutas casas levantadas para no olvidar sus triunfos. Yo quise ser ladrón y cogotero, pero el señor me transformó.
         Es raro el Señor. Por ejemplo, el Pato Colocho y todos esos héroes de la pobla no ganaron siempre. En algún momento fueron derrotados. Y ser derrotados significó que un estoque o un cuchillo hechizo les dio muerte. Ante esa circunstancia, por cada uno de estos villanos de la miseria se erigió una animita que vino a parapetarse junto a las de sus víctimas. Nadie los lloró, pero tampoco nadie festejó. Murieron en la calle, desangrándose en espera de una ambulancia que todos sabíamos jamás llegaría. Mi hermano recuerda a uno que ante su final exclamó: “mamita, me mataron”.
Pero es raro el Señor. No deja comunicarse con ellos -los Patos Malos caídos- como lo hacía Simba con su padre el Rey León. Pero el Muy Maricón no se queda ahí, como bien lo dijo el obispo bautista el miércoles pasado, tampoco deja que los muertos (el Rey León, para seguir con el ejemplo) pueda comunicarse con nosotros (Simba). Es decir, Él es una especie de Corredor, pero no de propiedades sino de Comunicaciones, que ejerce el monopolio conversacional de los vivos con los difuntos.
         Luego de estas reflexiones teológicas, cabe preguntarse: ¿Puede el Señor transformar una vida? Respondemos: quién sabe. Hay muchas especulaciones de que sí se puede y otros dicen que no, que cómo se les ocurre. Yo no sé de estas cosas y como decía Wittgenstein, de lo que no se sabe mejor no hay que hablar. Lo que sí sé es que los Patos Malos murieron en su ley de hierro, y que no renunciaron nunca a su régimen de terror, a sus batallas a chuzasos, a su bolsita de neoplén, a su apropiación violenta y de frente (no eran lanzas). No fueron el ladrón que se arrepiente a un costado del Jesús crucificado.
         Y el obispo lo dijo: saldrán desde sus tumbas, con sus guatas pintarrajeadas de cicatrices y sus iris a punto de estallar, y en el apocalipsis, caminando cual video Thriller, todos los Patos Malos al unísono gritarán: te boy a matate.

15 de septiembre, un día previo al viaje hacia Illapel.

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