Ahí
estaba la caca fresca de un perro, instalada por una mano del destino que parecía
apoyar nuestra causa. La pisé con placer, cuidando que todas las molduras de mi
suela quedaran taponeadas por la mierda. Faltaban no más de cinco pasos para ingresar
al imponente salón de reuniones de la gerencia. Caminé pisando con la punta
para que la plasta no se despegara de mi zapato. A ratos yo saltaba como si
tuviera la pierna quebrada. La fétida masa no se debía despegar. No todavía. Ya en el
salón, mi pie bajó en plenitud. El zapato se deslizó embadurnando de fecas, pintarrajeando
la gruesa y cuidada alfombra blanca. Arrastré con fuerza el calzado para que todas las
heces se adhirieran al felpudo. Llegó el gerente con sus colleras de oro
secundado mecánicamente por sus matones. Exhibió su piel cobriza de verano
europeo. Proyectó hacia el horizonte sus ojos celestes de apellido nórdico. No
ocultó con una mueca su desprecio hacia nosotros, los representantes de sus esclavos.
Más bien hizo derroche de su repulsión. Y entonces capté con gusto el respingo de
su puntiaguda nariz. Su expresión de asco moldeada en los rosados labios en el exacto momento en que el hedor le trepó por su garganta. Pero teníamos fuero y no pudo
gritar lo que quería: que los dirigentes sindicales estaban pasados a mierda. Se
mordió la lengua. Con la pestilencia como telón de fondo, comenzamos a negociar el
contrato colectivo.